viernes, 1 de abril de 2016

Patatas y cebollas

En mi pueblo se ha comenzado a sembrar las patatas y las cebollas. Como ha llovido bastante, mi madre ha retrasado unos días la siembra, en espera de que el sol caliente un poco más la tierra removida. Ya hace un año que falleció Tolín, el pastor que nos araba la huerta con su mula y su arado. Si no fuera por un primo octogenario de mi madre, José, que sigue trabajando con su añoso tractor Ebro y que se presta amablemente a ayudarnos, ahora tendríamos que remover todos los surcos con la azada. Los regueros que deja el tractor están más espaciados y son más firmes y profundos que los del arado tirado por la mula. Son menos poéticos, cierto: en mi huerta lo bucólico ha dado paso, finalmente, a lo elegíaco. Pero merece la pena no imponer la lírica de lo ancestral y pretecnológico. 

¿A quién no le gustan las patatas? Antaño, mi familia las cultivaba tanto para consumo humano como para consumo animal. Aún las recogemos a mano, claro está, doblando el espinazo sobre la tierra y dejando caer el sudor entre los terrones escarbados. Las pequeñas o hendidas por el azadón y a punto de pudrirse, se las dábamos a Tolín, para las ovejas; este año se las daremos a su hijo, Emilio, un mozo extraño con su punto de insociabilidad vesánica. Las restantes, las destinadas al consumo, se guardan a cubierto, en un casillo umbrío para retrasar la aparición de los característicos brotes en el tubérculo. En el mismo casillo almacenamos las cebollas, cebollas blancas y dulces provenientes de Fuentes de Ebro y que cultivamos desde que mi madre se cansó de la tradicional cebolla roja y picona. En casa nos gusta mucho la cebolla: quizá por eso apenas sufrimos reumatismos. 

En puridad, las pequeñas huertas de mi pueblo son un cántico aún no extinguido de la raigambre que atenaza al ser humano con su tierra. Podría extender esta consideración a toda la producción hortícola de subsistencia. Porque la restante, la producción industrializada de alimentos, desde hace varias décadas fecunda un muy distinto tipo de abolengo: el que se extiende, imparable, más allá de los pueblos, hasta las ciudades y las regiones y naciones, arrastrando a los hombres desde el campo en pos de funciones más altivas para las que no se precisa mancharse de tierra las manos. Una tierra que, luego, por cuestiones allende este humilde comentario, muchos defienden con audacia y vehemencia, con arrojo y determinación, apropiándosela, como si la hubiesen trabajado toda su vida.