A los debatidores se les conoce, principalmente, por su
inexistencia léxica. En Sudamérica se los denomina contendores; nosotros los
llamamos contendientes (prefiero el término de nuestros hermanos latinos). Y
comienzo así la columna de hoy y con el apuro que me produce confesar que, esta
vez, sí seguí el debate del lunes. Mucha gente lo hizo. En la tele hubo casi
diez millones de personas pendientes de lo que decían. Incluyan a quienes nos
sumamos por radio o internet y comprobarán que un muy buen pellizco de la
población permaneció atento a lo que decían. No voy a escribir aquí mis
pareceres de guerra (si ganó fulano o zutano), ni a defender a mi candidato
predilecto (no tengo), como hace la inmensidad de los comentaristas políticos,
cual si hablasen de un partido de fútbol o la batalla de los Dardanelos. Pero
sí les voy a apuntar mis reflexiones porque, de hecho, me sorprendieron incluso
a mí.
Lo que vi en ese debate fue, principalmente, dos modos antagónicos
de hacer la política. Por una parte el modo antiguo, representado por un señor
viejo que defendía su gobierno y un señor menos viejo en apariencia de cuyo
recuerdo al finalizar el asunto hube de salir espantado y a quien pronostico un
pronto final (para felicidad de todos). No sé quién les elige en sus
respectivos partidos (valga la negación retórica), pero son la viva imagen del
anquilosamiento ortopédico que ejerce una práctica, la del poder, en quienes la
abordan desde sus entramados vetustos y obsoletos. Por la otra parte, había dos
líderes jóvenes que me sorprendieron por su viveza y libertad a la hora de
proclamar sus mensajes y cifras, se estuviese de acuerdo o no, como si además
de repudiar las gangrenas de los de enfrente, quisieran también sobrepasarlas.
El de la coleta, al que había escuchado poco en directo, y a quien tengo por
político muy sospechoso ideológicamente, lanzó datos y afirmaciones con
desparpajo. El otro, el que no llevaba corbata, pese a un exceso de tirria
escorredera, salpicó la noche con sopapos a diestro y siniestro, evidenciando
que voluntad de erigirse no le falta.
La política vieja y la política nueva. Parecen lo mismo, pero no se
presentan de la misma manera. A estas alturas uno anda tan escarmentado de lo viejo,
por lo enredado y laberíntico de su devenir, que lo nuevo relumbra, aunque
encierre trampas y peligros. Pienso que vivimos un momento de cambio. Y puedo
entender por qué. Basta echar un vistazo a lo del lunes