viernes, 29 de julio de 2016

Calor de estío

Creo que todos los veranos hablo por estas fechas del calor estival. Supongo que me repito con periodicidad anual. De alguna manera tengo la sensación de que mi vida acaba y se reinicia con el estío. Acaso estar presente en las Arribes me haga retroceder a esos veranos de infancia y juventud, entre campos sembrados pidiendo cosecha y eras partidas esperando la trilla. Ahora, que ya no hay nada de todo eso, solo queda mirar al cielo azul y contemplar las tierras amarillentas, convalecientes, y evocar los momentos pasados que obstinadamente queremos olvidar. Luchar contra ese olvido puede que obre el sortilegio poderoso de hacer creer que cada verano es distinto. Pero resulta que son todos iguales. Todos, sin excepción. Cambian los rostros, pero no los momentos.

Hablo, por supuesto, de esos veranos gratos y apacibles que envejecen la piel y maceran los ánimos, veranos que cantan los poetas, de amoríos juveniles que parecen eternos siendo caducos cuales mariposas (la inmadurez, qué gran periodo es de aprendizaje y decepción), de descanso por tanto faenar el resto del año (los cursis y quienes carecen de mayor ocurrencia hablan de merecimiento, tanto da si uno se ha partido el lomo a trabajar como si no lo ha hecho en su vida, pero qué importa, las frases comunes son tan venideras como los estíos). Luego están los veranos negruzcos, apesadumbrados, que se empecinan en arredrar el alma con miserables despropósitos de enfermedad y muerte, veranos en los que el calor prolonga el sufrimiento del cuerpo y las noches cortas se convierten en cruel siembra de pesadillas y hartazgos. Pero, feliz soy, no guardo memoria de ninguno de ellos, aunque sepa que existan y que otros los han sufrido o están sufriendo ahora mismo.  

Hace calor este verano, mucho calor, y más que va a seguir haciendo, mas por algo se inventó el remojo de las piscinas o la playa, siempre abarrotadas por mucho que cierta amistad nos quiera hacer creer que sabe eludir las muchedumbres veraniegas porque conoce una cala dizque desierta por no aparecer ni en Google ni en parte alguna (como si las hubiera). A mí no me importa el calor cuando abandono mi domicilio urbano. Lo quiero porque nuestra huerta del pueblo necesita calor y sol, que este año han venido los frutos algo tardíos por la mucha lluvia caída en primavera. Y el calor, igual que el frío, propicia la reflexión y la contemplación (eso que algunos llaman meditación).

Tengan un feliz agosto, por favor.

viernes, 22 de julio de 2016

Santiago en las Arribes

En mi pueblo, mucho antes de estos tiempos de concentración parcelaria, cuando el gañán se levantaba antes de la Hora Prima para atender al ganado, se veneraba la festividad de Santiago. Ese día siempre se detenían las máquinas. Si el año venía tardío, el trasiego entomológico de carros y tractores durante la acarrea de hacinas y manojos cesaba, convirtiéndose los caminos en extensos hilachos arenosos repletos de silencio. Si la cosecha estaba avanzada, las máquinas trilladoras detenían el martilleo constante y las parvas parecían suspirar en las eras. Tampoco se encalcaba la paja, ni siquiera se rozaban las cortinas para liberarlas de matojos y zarzas.
Se lo explico a mi hijo y no me comprende. Me cuesta mucho hacerle ver un mundo extinto. Si ya encaro con dificultad las comparaciones de su infancia tecnológicamente inmersiva con la mía, transcurrida no tanto hace, cómo voy a salir airoso cuando intento convencerle de que su padre, de joven, vio trabajar y trabajó en el campo con las antiguas usanzas, ahora desterradas como si nunca hubieran existido…
Hogaño, los labriegos en mi pueblo, si usarse este término aún parece conveniente, se levantan con el sol en alto. El ganado pace lejos del término y por los caminos ya no se camina, se emplea la furgoneta. Las labores del campo parecen teñidas de prisa, pero en realidad, no hay ninguna. No sé en qué ocupan las gentes su solaz cuando regresan, siempre pronto, a sus casas y se encierran en ellas, porque hace semanas que se almacenó el forraje y la única ocupación sigue siendo ordeñar las ovejas (los dineros de Europa han servido para algo, pero esa es otra historia). Quizá debería preguntar más...  El lunes, por Santiago, no se detendrán las máquinas. Al menos en este punto hay coherencia: los mayores no creían y pasaban el rato de la misa charlando o durmiendo o fingiendo la genuflexión. Los que quedan no necesitan fingir ni pretender lo que nunca se ha sido.
Por supuesto, aquí en mi pueblo, en las Arribes, siguen cantando la chicharra y los grillos, las abejas recolectan y las caballerías que quedan espantan las moscas como pueden. Pese a la tímida modernidad que se inocula desde los despachos lejanos, la vida sucede con una languidez desesperante para quienes solo saben de prisas y agobios, que es casi todo el mundo. Mueren las personas y no se reponen. Si alguien quisiera efectuar un mal símil, hablaría de estanterías desprovistas en el supermercado. Pero ese no soy yo

viernes, 15 de julio de 2016

Cosos asesinos

Uno lee varias veces, estupefacto, la descomunal diatriba que un sedicente maestro dejó escrito en alguna parte tras la muerte de un torero, hace unos días, en Teruel. Cómo puede haberse corrompido tanto el pensamiento humano para llegar a pronunciar semejantes palabras ante la muerte de un semejante, es algo que ignoro. Cuándo la disputa por los toros devino en una muestra de brutalidad y desafecto capaz de enquistar las opiniones en odios, también lo desconozco. Pero que todo ello no es sino demostración de que Internet está poblado de millones de imbéciles, cosa segura es. Millones de imbéciles, corifeos de otros tantos, capaces de anteponer la indignidad de sus irrelevantes mentes (seguramente por creerlas conspicuas) a cualquier consideración de tipo moral, ético, humano o educacional. 
Los toros mueren en los cosos. Tras capotazos, picas y banderillas, les asestan un tajo mortal con la espada para caer al suelo mugiendo y vertiendo sangre por la boca hasta morir. Para muchos, es un espectáculo cargado de arte y belleza. Para otros, un espectáculo sanguinario que transgrede todas las consideraciones pertinentes sobre el respeto a la vida animal y el amor por la naturaleza. Los dos bandos se enfrentan y se miran de reojo, declarándose mutuamente incompatibles.
Los toros no van a dejar de morir en los cosos porque ceguemos el entendimiento de odio, de esputos brutales, de invectivas y una rabia vergonzante contra los toreros, sus familiares y quienes admiran el toreo, que no es mi caso. Los toros dejarán de morir lentamente en los cosos porque su hostigamiento en los ruedos cada vez interesa a menos personas y cada vez produce más rechazo. Y cuando tal cosa suceda, los toros correrán por los campos y las personas que aman a los animales podrán verlos desenvolverse en los prados y montes, y las personas que aman el toreo añorarán los tiempos en que se sacrificaban reses por diversión y pretendido arte.
Y para cuando tal cosa suceda, animales enloquecidos como ese maestro y acólitos, encontrarán mil y una manera distintas de seguir odiando a las personas por aquello que hacen, creen, yerran o ansían. Porque para ellos el combate dialéctico no conduce a nada, son rescoldos de una inteligencia de la que carecen. Su momento es vibrante y exige sangre y brutalidad en lo expresado, porfía sin sentido.
Qué duda cabe: para millones de imbéciles es preferible matar a los toreros que seguir defendiendo la vida de los toros.

viernes, 8 de julio de 2016

La estúpida Albión

Al día siguiente de votarse en el Reino Unido lo del Brexit, escribí a uno de mis mejores amigos, que es inglés (y europeo). “Esto lo va a cambiar todo”, le dije. Me respondió: “Y yo acabo de aterrizar de Suecia y me encuentro en medio de esta estupidez; un 2% de la población va a modificar mi trabajo y mi vida”. En realidad no se trata de un 2%, sino de un 36%, que es el total de los votantes que dijo sí al Brexit hace unas semanas. Los restantes dijeron que no o se quedaron en casa.
Me quedo con su descripción. Una estupidez. A veces las sociedades deciden estúpidamente. ¿Democráticamente? La gente tiene derecho a opinar, sí, y tanto, que en estos tiempos de precipitación social lo que se hace es opinar sobre cualquier cosa y de inmediato. También tenemos la obligación de callar y aprender de quienes saben más, pero para ello hay que empezar por asumir que uno no sabe de todo. Una respuesta sensata a una pregunta insensata como la del Brexit hubiera sido mandar a la m*** a los políticos. Si el pueblo no decidió el ingreso en la UE, ¿por qué ha de decidir sobre su salida, verdadero manantial de extremismos, populismos y otros ismos? Triste caso el del Reino Unido: ha liderado el mercado único, los acuerdos de libre comercio, los acuerdos climáticos… tantos y tantos temas de importancia para el futuro y, de sopetón, castigo de idiotas, ha optado por la calamidad. Su política es un paisaje en ruinas. Incluso mi amada Escocia se siente engañada.
En España, algunos de los más obcecados con la salida de la UE son quienes más han dependido de ella y de sus fondos estructurales y de convergencia. Me niego a creer que la desafección europea provenga del miedo (¿qué miedo?) a la inmigración o la pérdida de capacidad para tomar decisiones. No podemos ser tan demenciales en pleno siglo XXI. Pero es cierto que las bazas del fanatismo recorren toda Europa y, salvo en España, donde han sido bruscamente sajadas en las últimas elecciones, se trata de un tema de honda preocupación.
Quiero creer que la UE aprovechará este momento de flaqueza, reorientará su política (al menos la de comunicación y por supuesto sus intervenciones económicas en los estados miembro que las pasen canutas) y emprenderá un camino distinto desde donde ejecutar mejor (¡mucho mejor!) sus actuaciones. Porque no hay más opción: o aprovechamos la debilidad y nos fortalecemos, o veremos cómo un fantasma recorre y devora Europa. Y no precisamente el del comunismo…

viernes, 1 de julio de 2016

Rivera y su novela-río

La próxima semana les hablo del Brexit. Hoy me urgía confesarles que en las pasadas elecciones sí fui a votar, por Ciudadanos. Me explico. El tal Albert es un personaje de esos capaz de decir una cosa y la contraria en cuestión de horas, cierto, cuando debate pone cara de enfado perpetuo y su programa electoral es tan inservible como el del resto. Pero yo estaba convencido de la inutilidad del señor del otro partido emblemático, del peligro del señor de la coleta y de que a ese señor mayor que reprende al resto cual profesor hirsuto, y que iba a salir elegido, hay que ponerle un controlador. El tal Albert.
En el 96, al del bigote le faltaban 20 diputados para la mayoría y hubo de tragarse palabras y orgullo y buscar en el patriarca catalán el complemento vitamínico faltante. Y no fue mala decisión. Al señor que lee el Marca le faltan unos cuantos más y, aunque haya visto el pasado domingo por la noche palidecer a sus contrincantes, no tiene fácil formar un gobierno estable. Ignoro si acabará acoyuntado con el señor que respiró aliviado por no perder el segundo puesto, pero yo preferiría verle tragar sapos con el jovenzano catalán (que ha de tragarse igualmente los suyos) y que de una maldita vez en este país se haga algo de regeneración y reformas, que ya está bien.
En esas reformas, concretas, definidas, planificadas, con las que el Albert obligue al señor registrador, yace el futuro de su carrera. Y esta puede convertirse en una luenga y extensa novela-río en la que, por fin, se pongan las cimentaciones adecuadas para que nunca más vuelva a crecer en este país los hierbajos de la economía de tribuna futbolera, los amiguetes enroscados en empresas, las puertas que giran y no se detienen, las páginas del BOE taladradas en despachos ajenos, las corruptelas y los corruptazos. Esa es la labor de futuro que necesitamos si queremos ser algo, porque ahora mismo no somos nada, salvo un rastro del pasado sin huella alguna orientada al futuro.
Nadie volverá a confiar en el tal Albert si, en lugar de encender las calderas al máximo, se dedica a culembrear en el puente de mando volviéndose irrelevante, es decir, mediocre. España necesita modernidad, saneamiento, democracia, y un sinfín de cosas buenas a las que nos hemos acostumbrado a mirar de refilón desde la lejanía. Hace falta política, de la buena, no el amancebamiento de los dos grandes que, tanto monta, monta tanto, comen de las mismas cloacas y la misma corrupción.