Uno lee varias veces, estupefacto, la descomunal diatriba
que un sedicente maestro dejó escrito en alguna parte tras la muerte de un
torero, hace unos días, en Teruel. Cómo puede haberse corrompido tanto el
pensamiento humano para llegar a pronunciar semejantes palabras ante la muerte
de un semejante, es algo que ignoro. Cuándo la disputa por los toros devino en
una muestra de brutalidad y desafecto capaz de enquistar las opiniones en odios,
también lo desconozco. Pero que todo ello no es sino demostración de que Internet está poblado de millones de imbéciles, cosa segura es. Millones de imbéciles,
corifeos de otros tantos, capaces de anteponer la indignidad de sus
irrelevantes mentes (seguramente por creerlas conspicuas) a cualquier
consideración de tipo moral, ético, humano o educacional.
Los toros mueren en los cosos. Tras capotazos, picas y
banderillas, les asestan un tajo mortal con la espada para caer al suelo
mugiendo y vertiendo sangre por la boca hasta morir. Para muchos, es un
espectáculo cargado de arte y belleza. Para otros, un espectáculo sanguinario
que transgrede todas las consideraciones pertinentes sobre el respeto a la vida
animal y el amor por la naturaleza. Los dos bandos se enfrentan y se miran de
reojo, declarándose mutuamente incompatibles.
Los toros no van a dejar de morir en los cosos porque
ceguemos el entendimiento de odio, de esputos brutales, de invectivas y una
rabia vergonzante contra los toreros, sus familiares y quienes admiran el
toreo, que no es mi caso. Los toros dejarán de morir lentamente en los cosos
porque su hostigamiento en los ruedos cada vez interesa a menos personas y cada
vez produce más rechazo. Y cuando tal cosa suceda, los toros correrán por los
campos y las personas que aman a los animales podrán verlos desenvolverse en
los prados y montes, y las personas que aman el toreo añorarán los tiempos en
que se sacrificaban reses por diversión y pretendido arte.
Y para cuando tal cosa suceda, animales enloquecidos como
ese maestro y acólitos, encontrarán mil y una manera distintas de seguir
odiando a las personas por aquello que hacen, creen, yerran o ansían. Porque
para ellos el combate dialéctico no conduce a nada, son rescoldos de una
inteligencia de la que carecen. Su momento es vibrante y exige sangre y
brutalidad en lo expresado, porfía sin sentido.
Qué duda cabe: para millones de imbéciles es preferible
matar a los toreros que seguir defendiendo la vida de los toros.