La próxima semana les hablo del Brexit. Hoy me urgía confesarles
que en las pasadas elecciones sí fui a votar, por Ciudadanos. Me explico. El
tal Albert es un personaje de esos capaz de decir una cosa y la contraria en
cuestión de horas, cierto, cuando debate pone cara de enfado perpetuo y su
programa electoral es tan inservible como el del resto. Pero yo estaba convencido
de la inutilidad del señor del otro partido emblemático, del peligro del señor
de la coleta y de que a ese señor mayor que reprende al resto cual profesor
hirsuto, y que iba a salir elegido, hay que ponerle un controlador. El tal
Albert.
En el 96, al del bigote le faltaban 20 diputados para la
mayoría y hubo de tragarse palabras y orgullo y buscar en el patriarca catalán
el complemento vitamínico faltante. Y no fue mala decisión. Al señor que lee el
Marca le faltan unos cuantos más y, aunque haya visto el pasado domingo por la
noche palidecer a sus contrincantes, no tiene fácil formar un gobierno estable.
Ignoro si acabará acoyuntado con el señor que respiró aliviado por no perder el
segundo puesto, pero yo preferiría verle tragar sapos con el jovenzano catalán
(que ha de tragarse igualmente los suyos) y que de una maldita vez en este país
se haga algo de regeneración y reformas, que ya está bien.
En esas reformas, concretas, definidas, planificadas, con
las que el Albert obligue al señor registrador, yace el futuro de su carrera. Y
esta puede convertirse en una luenga y extensa novela-río en la que, por fin,
se pongan las cimentaciones adecuadas para que nunca más vuelva a crecer en
este país los hierbajos de la economía de tribuna futbolera, los amiguetes
enroscados en empresas, las puertas que giran y no se detienen, las páginas del
BOE taladradas en despachos ajenos, las corruptelas y los corruptazos. Esa es
la labor de futuro que necesitamos si queremos ser algo, porque ahora mismo no
somos nada, salvo un rastro del pasado sin huella alguna orientada al futuro.
Nadie volverá a confiar en el tal Albert si, en lugar de
encender las calderas al máximo, se dedica a culembrear en el puente de mando volviéndose
irrelevante, es decir, mediocre. España necesita modernidad, saneamiento,
democracia, y un sinfín de cosas buenas a las que nos hemos acostumbrado a
mirar de refilón desde la lejanía. Hace falta política, de la buena, no el
amancebamiento de los dos grandes que, tanto monta, monta tanto, comen de las
mismas cloacas y la misma corrupción.