En mi pueblo, mucho antes de estos tiempos de concentración
parcelaria, cuando el gañán se levantaba antes de la Hora Prima para atender al
ganado, se veneraba la festividad de Santiago. Ese día siempre se detenían las
máquinas. Si el año venía tardío, el trasiego entomológico de carros y
tractores durante la acarrea de hacinas y manojos cesaba, convirtiéndose los
caminos en extensos hilachos arenosos repletos de silencio. Si la cosecha estaba
avanzada, las máquinas trilladoras detenían el martilleo constante y las parvas
parecían suspirar en las eras. Tampoco se encalcaba la paja, ni siquiera se
rozaban las cortinas para liberarlas de matojos y zarzas.
Se lo explico a mi hijo y no me comprende. Me cuesta mucho
hacerle ver un mundo extinto. Si ya encaro con dificultad las comparaciones de
su infancia tecnológicamente inmersiva con la mía, transcurrida no tanto hace,
cómo voy a salir airoso cuando intento convencerle de que su padre, de joven,
vio trabajar y trabajó en el campo con las antiguas usanzas, ahora desterradas
como si nunca hubieran existido…
Hogaño, los labriegos en mi pueblo, si usarse este término aún
parece conveniente, se levantan con el sol en alto. El ganado pace lejos del
término y por los caminos ya no se camina, se emplea la furgoneta. Las labores
del campo parecen teñidas de prisa, pero en realidad, no hay ninguna. No sé en
qué ocupan las gentes su solaz cuando regresan, siempre pronto, a sus casas y
se encierran en ellas, porque hace semanas que se almacenó el forraje y la
única ocupación sigue siendo ordeñar las ovejas (los dineros de Europa han
servido para algo, pero esa es otra historia). Quizá debería preguntar
más... El lunes, por Santiago, no se detendrán
las máquinas. Al menos en este punto hay coherencia: los mayores no creían y
pasaban el rato de la misa charlando o durmiendo o fingiendo la genuflexión. Los
que quedan no necesitan fingir ni pretender lo que nunca se ha sido.
Por supuesto, aquí en mi pueblo, en las Arribes, siguen cantando la
chicharra y los grillos, las abejas recolectan y las caballerías que quedan
espantan las moscas como pueden. Pese a la tímida modernidad que se inocula
desde los despachos lejanos, la vida sucede con una languidez desesperante para
quienes solo saben de prisas y agobios, que es casi todo el mundo. Mueren las
personas y no se reponen. Si alguien quisiera efectuar un mal símil, hablaría
de estanterías desprovistas en el supermercado. Pero ese no soy yo