viernes, 12 de agosto de 2016

Chon

Cada año, el 15 de agosto, mi abuelo paterno, que poseía un negocio de flores y viveros en Salamanca, solía decir a sus empleados la misma cantinela: “ya está aquí la Asunción, en nada vienen el otoño y con él la Pilarica, de ahí a Todos los Santos es un paseo, otro más hasta la Inmaculada y nos hemos plantado en navidades; ya se acabó el año, hay que ver qué rápido pasa el tiempo”. Son los caprichos del tiempo subjetivo por mucho que el planeta siga moviéndose al ritmo habitual.

El 15 de agosto siempre me ha producido desazón. Anunciaba el final de las vacaciones y de ahí que lo asemejase al repique de las primeras en la iglesia de mi pueblo. Luego llegaban las segundas, el primero de septiembre, y luego las muchas: cuando arrancaba el curso. La cosecha sesteaba en los graneros y la paja ya se había encalcado y trasladado al pajar. El tamo olía a limpio, a seco, era una delicia abrir la cija y embriagarse con ese polvillo laxo y fragante que revoloteaba con los rayos de sol que se colaban por entre las tejas. El ganado pacía en la hoja donde se había recolectado, alimentándose del grano dejado atrás sobre los surcos y vados de las tierras, y la mocedad podía disfrutar sin agobios de las mejores fiestas, las que principiaban una vez acabada la recolección. Y, al igual que ahora, porque en ello no hay intervención humana o tecnológica, por las noches refrescaba y empezaba a advertirse que los días iban siendo cada vez más cortos.

Este año mi madre cumple 80 años el 15 de agosto. Se dice pronto. Sigue cargada de energía, resistiendo con bravura la declinación de tan provecta edad. Recuerdo a su madre, mi abuela, quien se hizo vieja una década antes. El rostro de mi madre puede estar surcado de arrugas, y en su cuerpo se materializa el desgaste de toda una vida de trabajo, pero sigue liderando la casa, el corral, la huerta y la familia, y levantándose a las cinco y media porque no puede seguir en cama, mucho antes de que abran los ojos los aldeanos para atender el ganado y ordeñar las ovejas. Pero ya en vida de mi abuela ninguno de ellos se echaba al campo antes de la salida del sol. Mi madre siempre.

La recuerdo de niño. De joven. Cuando mi primer contrato. En mi boda. Cuando nació Queco. La recuerdo en mi divorcio y preocupándose por todos mis viajes. Y cuando falleció mi padre. En realidad, quiero tanto a mi madre, Asunción, Chon, que me parece imposible que haya llegado su ferragosto y parezca que está a punto de acabarse el año.