viernes, 5 de agosto de 2016

Pedaleando

Como otros años, en vacaciones me gusta recorrer en bici por las mañanas las exigentes carreteras de las Arribes del Duero. Pocas veces recorro una distancia superior en kilómetros a mi edad en años, pero créanme que es bastante: hay por aquí puertos capaces de poner a prueba al más sacrificado de los empeños sobre dos ruedas. Por supuesto, siempre desde una perspectiva lejana a lo profesional, no vayan ustedes a confundirme con Induráin.

Los campos huelen, como todo en esta vida aunque ya lo hayamos olvidado porque tenemos la pituitaria corrompida por los aires infectos de la ciudad, con sus coches y sus asfaltos, su mugre y su polución revoloteadora. Y en bicicleta huelen incluso distinto. La mínima velocidad del pedaleo permite que confluyan muchos aromas de forma conjunta que, en un paseo a pie, por ejemplo, percibimos convenientemente segregados. Y cuando empieza a apretar el sol, al aroma campestre hay que añadirle ese calor que emana de la tierra, cargado de fragancias secas y rastros de siembra y cosecha.

Me cruzo con otros ciclistas por la carretera. No muchos. Uno o dos a lo sumo. Todos son mayores que yo, bastante mayores. De su pedalear deduzco que les sucede como a mí, que no están apuntados a ningún club ni salen los fines de semana en pelotón a devorar kilómetros por las carreteras circundantes de sus residencias. Nunca me cruzo con ciclistas jóvenes. O circulan muy rápido o simplemente no están. Estas carreteras son exigentes para el corazón, que en más de un tramo está a punto de estallar en el pecho, y tal vez estas circunstancias sean disuasorias para los jovenzanos de ahora. Al hijo de mi vecino, que cursa segundo de carrera y a quien he visto salir de paseo alguna que otra tarde en bicicleta, varias veces le he sugerido que me acompañe, pero siempre declina: le parece que mis recorridos son demasiado largos y no desea cansarse tanto. Entiéndanme. No digo que esta sea la tónica general. Pienso que es la tónica en estos pueblos cada vez más despoblados donde las rutinas diarias se han vuelto demasiado cómodas de un tiempo a esta parte.

Antes, en mis años mozos, las pandillas aprovechábamos cualquier ocasión para salir con nuestras bicis de paseo, para llegarnos a localidades vecinas, así fueran muy empinadas las cuestas a superar. Me consta que las cuestas no han cambiado, pero por las carreteras ya no se ven jóvenes en bici. Y un mundo que no pedalea es, indefectiblemente, un mundo envejecido.