viernes, 29 de diciembre de 2017

Leoncito

Mi gato, León, murió el pasado martes por la mañana. Se encontraba mal desde el viernes. Apenas se movía de su sitio, bajo el radiador, donde pasaba las horas hecho un ovillo. El sábado, para que no sintiese frío, le arrebujamos con su sábana. Maulló agradecido. El lunes, día de Navidad, parecía un gurruño y el martes por la mañana lo primero que hice fue llevarlo al veterinario, a veinte kilómetros de mi pueblo. Cuando le atendieron ya estaba prácticamente muerto: yerto, frío, su corazoncillo apenas latía. Insuficiencia renal, dijeron. El veterinario sugirió la eutanasia. No hubiese hecho falta, pero accedí. Le inyectó un líquido azul y abandonó la estancia. Yo aún posaba mi mano sobre la cabeza inerte de León. Mantenía los ojillos abiertos y el hocico prieto, como cuando contemplaba el revoloteo de los pájaros desde la cocina. Le di un beso en la peluda cabeza y me despedí de él. Al cabo de un rato pasarían a recoger su cuerpo los empleados del ayuntamiento. Pagué las tasas y el servicio del mismo modo que hace 14 años pagué el precio que marcaba la jaula donde León, un amor de gatito colorado, muy juguetón, me alzó la patita para tocar mis dedos cuando trataba de acariciarle. Salí a la calle, donde llovía con ganas y el frío arreciaba, e hice un par de recados que me había encargado mi madre. En un bar tomé una caña que no me supo a nada. Volví al pueblo y me encerré casi 20 minutos en el cuarto de baño para que nadie me viese llorar amargamente su pérdida. Apenas comí.
Mi gatito ya no está en el rellano de la escalera. Su rincón está vacío. No se le encuentra repantigado en la cocina, tras el cristal de la ventana, donde solía tomar unos baños de sol larguísimos y, entre sueños, movía las manos y con las uñas rascaba la mosquitera. Mi gatito simplemente ya no está. Es inútil buscarle por la casa, por el tejado del corral o donde fuere. Es una inutilidad acibarada y amarrida que produce un desconsuelo espeso y lúgubre por sí sola. Pero esa es la realidad. Desde el martes el mundo está de nuevo incompleto para mí. Trato de no pensar en ello, porque siento que tengo menos capacidad para aplacar esta tristeza que cuando falleció mi padre, quien, al fin y al cabo, me dejó un rastro extenso de momentos y cariños. León simplemente estaba y se dejaba querer.
Dedico la última columna de este año a contarles que León ya no está conmigo porque me parece muy importante. Más que el resto de cosas que pasan. Feliz 2018.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Patrañas de Navidad

Es posible que a estas horas usted sepa ya si le ha tocado un pellizco (o un premio) de la lotería navideña. Lo siguiente es averiguar en qué localidades hay gente saltando de alegría ante las cámaras y festejando con cava (siempre me he preguntado si los saltos continúan una vez que las televisiones han partido), al margen de las tonterías que siempre se dicen: afrentosa situación para todos, excepto los premiados, a quienes nunca parece importar la exhibición de acto tan risible. Uno acaba pensando que la lotería es una patraña que debería trasegarse solo en solitario.
Es posible que a estas horas usted sepa ya quién va a ser el próximo muy honorable presidente de Cataluña, ese lugar erigido como nueve círculos infernales donde toda esperanza ha sido abandonada. Uno llegó a pensar que estos últimos 55 días serían muy diferentes a los de Pekín y que los “bóxers” dejarían de pedir la expulsión de todos los extranjeros. Pero no, durante la campaña hemos redescubierto el odio, los insultos, el fanatismo, el veneno... ¿Acabará alguna vez este afán revanchista, esta violencia intelectual, esta oclusión de la razón? No es de extrañar la desesperanza cívica de quienes transitan caminos de amplitud. Lo cierto es que yo mismo no busco, ni deseo, escuchar más patrañas secesionistas.
Es posible que a estas horas usted sepa ya qué regalos va a entregar a los suyos o esté con ansia verdadera de salir a las calles, transitadísimas, y buscar por entre escaparates y expositores aquel presente que todo el mundo ofrece pensando unánimemente que es un testimonio único de afecto y cariño. Ahora que todas las ciudades se han llenado de las mismas tiendas (multinacionales), las mismas patrañas y las mismas asechanzas mercantiles, así provengan de Arteixo o de Småland, a los ciudadanos solo nos queda el silencio interior para sentirnos distintos ante el escrutinio ajeno. Por mi parte, hace muchos años que pienso que el mejor regalo navideño es no hacer regalo alguno.
Y es posible que a estas horas usted ya sonría exultante pensando que, por fin, llegó Navidad. A mí me pasa. En casa, en mi pueblo, nos reunimos muchas veces al año, pero algo tienen las navidades que a todos nos concita alrededor de la casa ya solo materna y a ninguno disgusta el árbol, el Belén, las luces o los turrones. Y que sea por mucho tiempo. Queco tiene ya 13 años. Yo voy camino de los 50. El tiempo pasa. Pero siempre hay un 25 de diciembre. Feliz Navidad. Sin patrañas.

viernes, 15 de diciembre de 2017

La planitud de la mente

El 24 de diciembre de 1968, William Anders tomó una hermosa fotografía de nuestro planeta desde el Apolo 8. La tituló “Salida de la Tierra (Earthrise)”. Seguro que la han visto muchas veces, aunque ahora no la recuerden. Muestra la media canica azul planetaria resaltando en la perpetua noche negra del universo recortado por un pequeño horizonte lunar.  Es con probabilidad uno de los más hermosos regalos de Navidad que se haya entregado a la humanidad. Sin embargo, pese a ello, muchos creen que la Tierra es plana y que la redondez de nuestro planeta, lejos de una consideración gravitatoria, no es sino un inmenso complot de la NASA y unos cuantos más. Como suele suceder con casi todas las opiniones extremas, los “planistas” no son demasiados, pero, en ocasiones, se dejan oír más de lo aconsejable.
No fue la Iglesia, como tantos creen, la causa del delirio de la tierra plana, sino un puñado de escritores antirreligiosos del XIX quienes trataron de tergiversar la Historia para hacer creer que desde Roma se adoptaban posturas anticientíficas, especialmente sobre evolución humana. La estrategia era simple y contundente: “estos cristianos cretinos se niegan a creer la redondez de la Tierra lo mismo que niegan la evolución de Darwin”. Al fin y al cabo, el ciudadano medio posiblemente ignore o haya olvidado que durante miles de años los eruditos de toda civilización han sabido (y demostrado) que la Tierra es una canica, al igual que Papas y teólogos de toda condición. Miente, que algo queda.
Hoy en día contemplamos este tipo de falacias lógicas y argumentales, tan descaradas y manipuladoras como la antes referida, en casi todas las noticias que diariamente se emiten, por no hablar de las conversaciones en la calle. Son, precisamente, los mensajes más radicales y excesivos aquellos que influyen más en la opinión pública, toda vez que hemos acabado por construir una sociedad que no se caracteriza por su profundidad cultural sino la rapidez de los tuits y el odio esputado en cada comentario.
Da igual lo que uno crea o piense, la religión que se profese o el orden moral que uno prefiera. Al otro lado siempre hay alguien entregado a la innoble causa de la manipulación y el insulto, rodeado de una legión de acólitos y conversos con proclividad suficiente para aplaudir aquello que los primeros digan, así sea la planitud de la Tierra o la culpabilidad de los emigrantes de todos los males que nos quejan. Incluida la incultura.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Banderas de nuestros padres

Cuando éramos niños subíamos al gigante peñasco que nombra a mi pueblo y colocábamos un trapo en la encina que crecía (y aún crece) arriba del todo. No duraba mucho: a las pocas semanas el viento, las ramas y las espinas de las hojas se encargaban de destrozarlo por completo. Pero, inasequibles al desaliento, siempre volvíamos a restaurar la enseña: se trataba de una excusa perfecta para volver a escalar el inmenso peñasco y, además, nos henchía el alma de orgullo saber que aquel trapo ondeante, visible en kilómetros a la redonda, nos identificaba a nosotros, los muchachos del pueblo, ante todos los demás.
Con el tiempo cambiamos el trapo por una bandera de España que adquiríamos con nuestros ahorros. Entonces no había tiendas regentadas por chinos y estas cosas se compraban en unas pocas tiendas. Tampoco eran baratas. Y yo les pregunto: ¿éramos por ello fascistas? No ¿Añorábamos el franquismo? Mucho menos (Franco murió cuando yo tenía 6 años). Entonces, ¿qué éramos? No éramos nada de eso. Simplemente buscábamos que el confalón tuviera sentido y aquella rojigualda representaba lo único que teníamos en común: tres vivían en Madrid, uno en Bilbao, dos en Barcelona, yo en Zaragoza y tenía unos primos lejanos en Orense… En el pueblo, donde aún muchos recordaban los frentes en que lucharon sus antepasados, nadie nos increpó ni se abrieron las viejas heridas. Y por muchos años, cada verano sin falta, se fue reponiendo la bandera española sobre el peñasco sin que nadie se indignase por ello.
A modo cervantino nos lo recuerda la literatura: las banderas no son trapos, son símbolos. No hay dos banderas iguales, aunque en España sí parecen iguales todos los sentimientos ante su sola visión: desde la extrema nacionalista, que rechaza toda bandera que no sea suya y tiene inveterada propensión por quemar las demás; o la de la izquierda comunista, para quienes cualquier cosa que recuerde a España produce asco; hasta la de los más conservadores o quienes simplemente aprecian este país, pero que se sienten acomplejados de admitirlo públicamente.
La bandera, tal y como se define en la Constitución, no es de nadie. Solo es un símbolo. Como la ikurriña, la señera o los pendones castellanos. Son todas igual de españolas y cada una aporta al resto. Esto es algo que, cuando jóvenes, en mi pueblo también supimos ver, porque enseguida la rojigualda de lo alto de la Peña Gorda se rodeó de cuantas banderas quisimos todos que ondearan con ella.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Vivir en manada

Ignoro si los integrantes de “La manada” son o no culpables del delito por el que se les acusa. Es algo que determinará el juez cuando dicte sentencia y no seré yo quien prejuzgue por mucho convencimiento que tenga de que con ninguno de ellos tomaría una cerveza, tanto si son absueltos como si no: primero por su imbecilidad y simpleza; segundo, porque su idea sobre las relaciones entre hombres y mujeres me parece de una virulencia abominable, antagónico a la proverbial capacidad creadora del eros.
Por descontado, los comentarios vilipendiosos que se han vertido sobre la libertad sexual de la chica acusadora están fuera de lugar, como también lo están las sentencias acusatorias paralelas. No sé si son violadores o no. No me adhiero a ninguna de las presunciones o prejuicios que tanto se han arrojado estos días. Pero solo la insufrible petulancia con que manifestaban las intenciones de encontrar a una chica para denigrarla y mofarse a su costa en las redes sociales, me basta para descalificarles. Si cometieron o no el gravísimo delito del que se les acusa, es algo que fallará el juez. Pero con independencia de ello, cabe afirmar que su actuación no es una aberración humana: responde a una realidad que existe hoy en día, se admita o no.
Cada vez proliferan más los rituales de comportamiento sexual afines (aunque lícitos) al perpetrado por los acusados que esperan sentencia en Navarra. Las ofertas basadas en el exceso y la desmesura sexual son ya habituales y seguidas en todo el mundo por millones de personas (de ambos sexos: no solamente hombres). Aunque parezcan aberrantes o inaceptables, están ahí porque tienen derecho a realizarse y los ciudadanos a participar en ellos. Pero solo desde la ignorancia o la ingenuidad más pacata puede afirmarse que no conllevan consecuencias funestas. No debería, porque al fin y al cabo una cosa es un delito y otra muy distinta un comportamiento, pero la realidad acaba retorciendo las cosas hasta el extremo y es por este motivo que encontremos excesos y abusos como los de estos sanfermineros sentados en un banquillo en Navarra esperando sentencia que les condene o exculpe.
No es un tema agradable y por eso hay que mantener la confianza en esta justicia que pocas veces lo parece. Mientras tanto, echemos un vistazo a la realidad para advertir que la hipersexualidad campa con toda crudeza por sus respetos, acabando absurdamente con las ilusiones de estar viviendo en un mundo libre y deferente.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Presagios

Fukuyama reconocía que las democracias contemporáneas se enfrentarían a problemas muy serios (droga, delincuencia, daños medioambientales, consumismo frívolo), ninguno irresoluble. Desafortunadamente, todo este nivel de riqueza, de consumo ostentoso y superfluo, el reemplazo de lo productivo por transacciones financieras y sus consecuencias en la gobernanza de países y ciudades ha distorsionado la vida humana de un modo casi impúdico hasta hacer caso omiso a los problemas más acuciantes de las personas: entendemos los privilegios privados, sí, pero somos incapaces de ver la miseria pública en que incurrimos. No somos una sociedad adulta, estamos contagiados de estéril adolescencia.
Parece una fuerza transformadora, pero no lo es por su carácter destructivo: y por ingenua, resulta peligrosa hasta la alucinación. Priorizamos lo material, nos volcamos en objetivos inmediatos, encontramos seguridad en lo más intrascendente y vivimos en un estado de ansiedad crónica. Para colmo, pese a que nuestra civilización está superpoblada, nuestras vidas son extremadamente solitarias y con tendencia a la fragmentación. Fukuyama predijo que el excesivo individualismo sería nuestra mayor vulnerabilidad y que cualquier sociedad interesada en la constante abolición de valores y principios básicos se sumiría en una creciente desorganización hasta ser incapaz de llevar a cabo tareas conjuntas y alcanzar objetivos comunes.
Interpretemos correctamente al bueno de Fukuyama. El individualismo no solo responde al concepto de ciudadanía (familias disfuncionales, padres que incumplen sus obligaciones, vecinos insolidarios, etc.); en la gobernanza encontraremos las causas en que viene navegando el independentismo, cuyo desparpajo institucional sorprende tanto como inquieta: el Estado no es solo una imposición sobre las vidas y deseos de sus conmilitones, algo más o menos cierto, sino un ente al que hay que aniquilar con toda la artillería posible, desde la gestión pública a la que acceden hasta las contestaciones más propias de revueltas totalitarias que de debates parlamentarios (alusiones a la represión, violencia, coerción… siempre externas).
Es un fracaso, pero no del admonitor Fukuyama, sino de toda nuestra acomplejada y egoísta sociedad civil que ha reemplazado el conocimiento por el ultra-desarrollismo tecnológico y los valores por innumerables ideologías, a cual más ramplona. Presagios todos ellos de extremismos: el secesionismo es solo un ejemplo.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Invierno catalán

No podía fallar. Esta semana, en Berlín, todos mis colegas europeos me han preguntado insistentemente por cuál ha sido y es mi parecer respecto de lo que está sucediendo en Cataluña. La capital germana es una ciudad elegante y sobria, con su impresionante despliegue de historia, más allá del lamentable muro que apareció en esta columna hace siete días o los 2711 bloques de hormigón que inmortalizan los horrores del Holocausto. Muy al contrario, Berlín es modernidad y presente, y marca el paso (takt) de la política europea. ¿Hay mejor lugar para interesarse por Cataluña y España que Berlín?
Mis colegas, sorprendentemente, poseen una visión muy objetiva de lo que ha sucedido en el último mes y medio. Tanto los italianos como los alemanes o los ingleses (encantados de que en esta reunión por fin nadie hable del Brexit), todos conocen con precisión las desventuras de Puigdemont, aun sin advertir hasta dónde llega la falsedad de algunas noticias que escuchan con asombro. Se quedan boquiabiertos si les cuento que nadie fue expulsado de un avión por hablar catalán y que similar falaz propaganda fue constante durante el referéndum, como las imágenes de la mujer a quien la policía supuestamente rompió los dedos o la violencia sucedida en distintas partes del mundo y que, de repente, tenía denominación de origen en Cataluña. Repito que se quedan boquiabiertos… pero no les extraña.
De cómo la sociedad llega a creerse estas y otras patrañas, que las mentiras del bando independentista han sido tan continuas como exageradas seguramente para mantener intacta la motivación ciudadana, es asunto para muchas columnas cada viernes: por eso no lo haré, porque a estas alturas nadie puede sorprenderse de la vulgaridad que se desliza por las redes sociales (cada día resulta más imprescindible que usted se quite de en medio, como he hecho yo). De ella muchos medios se han contaminado de manera interesada. Y la sociedad civil, que bebe de unos y otros, termina por no saber a qué atenerse.
No vivimos en el universo que conocíamos. El universo paralelo inventado por la revolución independentista ha acabado por fagocitar aquel en el que solíamos existir. Nadie hizo nada por oponerse o revertirlo, y esa es culpa exclusivamente monclovita, pero sí lo es la total e inequívoca dejación de muchos en sus responsabilidades políticas. Cuando el independentismo no se parlamenta, sino que se impone, adentro y afuera acaba eternizándose el invierno

viernes, 10 de noviembre de 2017

Rostropovich, Schönberg y Bach

Le cuento al peque que, 28 años atrás (para mí no son nada: él imagina el paleolítico), un 9 de noviembre, los habitantes de Berlín echaron abajo el muro que les dividía bajo la excusa de impedir la emigración masiva de ciudadanos desde uno de los dos lados, el Oriental. También le cuento que, dos días más tarde, un magnífico violonchelista ruso, Rostropovich, se sentaba junto al muro que se estaba derribando para interpretar la suite número 2 en re menor para violonchelo de Johann Sebastian Bach. Una música hipnótica, bellísima. Queco escucha de vez en cuando las obras clásicas que le pongo (de momento he logrado que el reguetón le parezca odioso, pese al entusiasmo de sus compañeros de clase), y en esta ocasión he querido que trate de imaginar, al son de Bach, aquel mundo de hace tan solo 28 años.
Porque si retrocedo en el tiempo, he de hablarle del lúgubre 9 de noviembre de 1938, cuando tropas de asalto nazis, junto a la población civil, destruyeron sinagogas, cementerios y establecimientos judíos por toda Alemania. A la mañana siguiente se iniciaron los arrestos masivos de judíos y su reclusión en los Lager, donde serían exterminados por millones. Para mí resulta complicado hacerle entender que fue tan terrible que una vez alguien dijo que, tras aquello, escribir poesía es un acto de barbarie. Entonces acudo a Schönberg y su “Un superviviente de Varsovia”. Pero no le gusta.
Cuando me pide que le explique de dónde provino tanta barbarie, acudo al 9 de noviembre de 1923, cuando Hitler proclama la revolución nacional alemana y constituye un gobierno provisional ante tres mil personas para crear un Gran Reich basado en la raza. Poco después es arrestado por golpista y, ya en la cárcel, dicta a su secretario Hess el tristemente célebre Mein Kampf al tiempo que advierte que su ansia de poder solo puede prosperar creando un partido de masas (popular) que le permita controlar Alemania.
Finalmente, el peque me pide que le explique si pasó alguna cosa más. Y le respondo que sí. Que un 9 de noviembre de hace 99 años finalizó una revolución en Alemania, tras la terrible Gran Guerra, que conduciría, entre otras consecuencias, tras una calamitosa república, a la llegada de Hitler al poder. Y que ese periodo lleva el nombre de una ciudad, Weimar, donde, dos siglos antes vivió Bach, al que Rostropovich interpretó sentidamente mientras caía el muro que encerró más negruras juntas que todas las frías noches del paleolítico.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Acosa, que algo queda

Tiene miga este asunto de los escándalos sexuales que emergen, años después, como esporas hibernadas bajo un cielorraso de vergüenza o miedo. Leo en la prensa el último de ellos, que concierne a un famoso actor de Hollywood, y tanto revuelo ha causado que incluso trasciende la noticia de que, a consecuencia de ello, se cancela el rodaje de una importante serie que protagonizaba.
En la vida privada hay muchísimo acoso, especialmente sexual. Pregunte usted a una cualquiera de sus compañeras de trabajo, especialmente si es bonita: descubrirá lo amargo que es descubrir que los hombres parecemos acosadores sexuales por naturaleza. El impulso del Tanathos freudiano es poderoso entre los especímenes de nuestro sexo. Pero no se trata del único tipo de acoso que se puede sufrir, desde luego, pese a su rimbombancia. Internet está repleto de zumbados que no tienen mayor beneficio que acosar a diestro y siniestro, y sin necesitar de una posición de poder sobre la víctima, solo desde la supuesta moralidad contagiosa en la que también se enfangan los casos que aparecen en la prensa.
Cuando uno lee estas noticias, los sustantivos que más aparecen en las reseñas son: miedo, vergüenza, soledad, fragilidad… pocas veces la afectividad entre acusado y acusador: tan solo el empeño del primero en beneficiarse sexualmente del segundo a cambio de promesas (o amenazas) sobre mejorar o no profesionalmente. Somos muchos los que nos preguntamos si el miedo es causa suficiente para acceder a los propósitos del otro. Parece más sensato denunciar y romper de una vez por todas con la escalada de acosos (porque no solo hay una víctima). Más sensato y más efectivo. Declarar a la prensa, años más tarde, que te han acosado o te has visto sometido a la depravación industrial establecida por los más poderosos, puede resultar moralizante, pero también exhibe su punto no sé si de cobardía o de cierto oportunismo moral de tintes hipócritas.
Cuando uno tiene principios, no espera a los finales para hablar o acusar o mostrar el dolor e indignación. Solo en ocasiones los principios pueden verse mancillados por un contexto de terror entremezclado de dominación (que se lo pregunten a las mujeres sometidas por maltratadores en aras del amor). Pero en las relaciones profesionales uno se vuelve cómplice cuando intenta hacer confluir el futuro con el pasado. A medias tintas nada funciona. Si uno calló entonces, lo que ha de hacer es permanecer en el mismo silencio oportunista.

viernes, 27 de octubre de 2017

Otra semana más

¿Otro viernes hablando de Cataluña? ¿Y la agresión que ayer sufrió un profesor por parte de una madre? ¿O la enésima muerte de una mujer en manos de su pareja? ¿Y la subida del gasóleo? Hay muchas noticias que merecen nuestra atención, pero, ha pasado otra semana y seguimos en las mismas vísperas que ayer y el mes pasado. Esto es más largo que leer la “Didascalia apostolorum”: no hay día sin un nuevo acontecimiento. Han logrado que no prestemos atención a lo que sucede en nuestra ciudad, barrio o edificio. Aunque debería matizar: han logrado que no deseemos prestar atención… porque si nos fijamos con cuidado, la vida alrededor continúa tan feliz o desdichada como si ellos (los protagonistas de esta historia mendaz) no existieran.
He pasado la mayor parte de esta semana en las Canarias, tratando de convencer a quien quiso escucharme de cómo puede enfrentarse la sociedad a la corrosión. En Las Palmas vi gente de toda procedencia y edad paseándose por Las Canteras como si tal cosa: no hallé en ningún momento contradicción alguna con años anteriores que indujese a pensar que la cuestión catalana estaba influyendo. Y algo parecido me sucedió hace días en Mallorca.
Mas, pese a esta normalidad, he de confesar que lo de Cataluña me sigue sorbiendo el seso. Lo peor no es el entretenimiento mental que procura, sino la lástima infinita que me inspira para con quienes la viven desde dentro, absortos e impotentes. Dicen que la sociedad civil no independentista también habla, aunque no se le preste tanta atención, pero en Barcelona lo que más contemplé fueron gentes que permanecen calladas, preocupadas, absortas en el devenir de los acontecimientos, entristecidas porque la furia nacionalista ha convertido la tierra donde nacieron (o a la que emigraron) en un infierno de tensión y griteríos contra un país (España) que, en puridad, adora Barcelona y Cataluña.
Ya sabemos que enfrente hay un Gobierno cobarde, dubitativo, indolente. Y alrededor una recua de partidos absurdamente ambivalentes que se debaten entre odiar al PP o aplaudir los escraches de los exaltados independentistas, no se vayan a quedar sin un importante caladero de votantes. Pero no son los culpables. Eso lo niego. Lo es la idea egoísta y cerril de creerse distinto y mejor por haber crecido en el patio de una casa, nada particular, y que está produciendo aquí y ahora las mismas convulsiones que ya produjese en un siglo XX del que no parece que hayamos aprendido gran cosa.

viernes, 20 de octubre de 2017

31 veces 5

En Cataluña ha llegado la hora de las cuestiones prácticas. La dialéctica ya no importa. En realidad, ¿cuándo importó? Los independentistas aseguran que su revolución es apoyada mayoritariamente en la propia Cataluña y en todo el amplio espectro internacional. Todo ha de concluir, por tanto, en la tan cacareada República Catalana. Pura lógica. Si han prestado atención a la propaganda más reciente, el discurso se dirige a representar la respuesta del estado español como un hachazo dictatorial sin contemplaciones: cargas policiales, represión, alienación del derecho a votar y a ser independientes... Cataluña representa los valores europeos. España, claro está, es otra cosa. El problema es que tienen quien les escuche, pero muy pocos que les respondan.
Parece una vulgar astracanada, pero la obstinación en el absurdo ha acabado desfigurando la realidad en ambas orillas. Que Moncloa aluda al borrón y cuenta nueva en caso de que se convoquen elecciones anticipadas es una manera muy poco sutil, y desde luego nada egregia, de asegurar que no existe control alguno del Gobierno en Cataluña. ¿No les hemos llamado golpistas? ¿No han subvertido de arriba abajo la presencia (y el presupuesto) del Estado y de su propio Estatut y Parlament con tal de llevar adelante las delirantes maquinaciones que emergen de sus meninges? ¿Por qué se concede cancha política dentro de un marco constitucional a quienes lo han despreciado y pisoteado para imponer el suyo propio?
Un Gobierno que no piensa en sanear y democratizar las propias instituciones estatales, para devolverlas del actual descontrol (Mossos, TV3, la propia administración catalana, por descontado la educación) a un orden constitucional, de igualdad de oportunidades para todos los partidos y para todos los ciudadanos, es básicamente un Gobierno temeroso, apocado y cobarde. ¡Como el ínclito monclovita! Pero lo de Cataluña no se arregla con dos discursitos en el Parlamento. Es tanta la desolación que ha causado la supremacía nacionalista que creyó, finalmente, poder recoger lo sembrado por décadas de monstruosa ingeniería social que no habrá más remedio que emplear tiempo, esfuerzo, talento y dinero para recomponer el panorama tras la batalla.
La única benignidad (si puede decirse así) de los independentistas es haber esparcido antorchas por los oscuros andurriales que controlaban con holgura. Si hubieran seguido con el juego constitucional, hubiesen seguido menajando el cotarro in aeternum.

viernes, 13 de octubre de 2017

Pilares tristes

Tenía siete años cuando mi abuelo materno falleció un 12 de octubre. En Zaragoza eran fiestas y nos habíamos venido al pueblo unos días antes. Aquella noche mis hermanos y yo dormimos en casa de mis tíos. Llovía a mares. Cuando bajamos a casa, atravesando el pueblo por la calle que cruza la plaza de arriba abajo, pisoteando barro y charcos y suciedad de animales, mi tía nos dijo que nuestro abuelo estaba durmiendo. Cuando llegamos encontramos un montón de gente apostada en el porche, el vestíbulo y todas las habitaciones del piso inferior de la casa. El burro y las vacas pacían en las pesebreras del corral. Mi primo los atendía y echaba de comer.
Yo no entendía nada ni sentía pena. Veía llorar a mi madre, a mis tías, por supuesto que a mi abuela también, pero no descubría en mi interior causa que me hiciese compartir toda aquella tristeza. Mi abuelo era un señor mayor que se había pasado los dos últimos años enfermo. Estar encerrado con tanta gente, que no dejaba de rezar el rosario y murmurar, sin hacernos caso a mis hermanos o a mí, me aburría. De tanto en cuando, bajaba a hablarle al burro y a acariciarle las orejotas. No dejaba de llover y hacía frío. Pero aquel momento parecía importante y yo me sentía absorto: presenciaba algo que no comprendía bien, pero que debía tener su importancia. Mi abuela lloró amargamente, como nunca he vuelto a contemplar, en el momento de cerrar el féretro. Había acabado queriendo al hombre con quien la obligaron a desposar siendo casi niña.
Mi abuelo fue enterrado aquella tarde lluviosa del 12 de octubre de 1976. Fue el primero de la familia materna en quedar sepultado bajo las pedregosas tierras del camposanto del pueblo. Después lo harían todos los demás hasta desaparecer la familia poco a poco. Mi abuelo paterno, un catalán emigrado a Salamanca, había fallecido años antes, en 1970, y enterrado en la capital, pero de él jamás he recordado nada que no fuese el apellido o algunas fotos. Es curioso, mis raíces maternas han sido más profundas y han larvado con más tesón mi personalidad, pero lo que prevalece ante la sociedad civil es mi primer apellido, el de mi abuelo paterno y el de mi padre, quien por cierto yace enterrado aquí en mi pueblo, acompañando a su familia política, desde hace cuatro años, también por estas fechas.
El día del Pilar es de amargos recuerdos. Los de la vida. Los que necesito para entender las cosas que sí son importantes. Creo que ayer hubo ruido en España. Pero no me importó.

viernes, 6 de octubre de 2017

Revoluciones

He debido vivir esta semana en una Barcelona alternativa a la aparecida en la prensa. Cada día, de Sants a la Fira en Hospitalet (agradable paseo de 40 minutos), solo he presenciado normalidad: gentes haciendo sus cosas. Los colegas catalanes no dejaban de hablar de una Cataluña en llamas a causa de la violencia policial ejercida el domingo de las votaciones. Todos se referían a esos miles de heridos que, inexplicablemente, no han aparecido por ninguna parte para reconocer sottovoce que, en los aledaños del Nou Camp, cuando hay partido, se reparten muchas más hostias y en solo diez minutos. Yo no dejaba de pensar que se estaba informando exactamente aquello que Junqueras y los iluminados de la sedición habían pronosticado: el Estado es represor y ellos los únicos garantes de la libertad y el respeto.
En este país, cada vez que alguien sueña con la independencia, lo hace en aras de la democracia, nunca de las leyes. Tanto lo repiten que lo acabamos creyendo hasta que, en clara dejación de responsabilidades ciudadanas, somos incapaces de distinguir entre la autodeterminación de los pueblos y las negociaciones del convenio colectivo. Nos basta con vivir en paz, es decir: salir a comprar a los centros comerciales y poner musiquita mientras conducimos hacia el trabajo. Lo llamamos (algunos) relativismo, pero no es otra cosa que vulgar y ramplona comodidad. Nos espanta ver en peligro el confort de nuestras vidas, pero solo tenemos el silencio por respuesta ante cualquier afrenta. Solo así me explico que dejemos hacer a quienes se declaran en posesión de la verdad sobre el destino del pueblo, contra el capitalismo, el Estado y a favor de una distinta y evidente. Como salimos a la calle a pasear, no a vociferar eslóganes ni a enfrentarnos con nadie, nuestros principios han devenido vaporosos y grasos y ni la locura advertimos cuando llama a la puerta.
Por eso vi normalidad en Barcelona estos días. Porque el común de las gentes se limita a esperar con indiferencia o cobardía (caso del extraño inquilino de la Moncloa). Y mientras esperan, mozalbetes sin sesera y politicastros de tres al cuarto han llevado su canción salvífica a tal extremo que ahora ya no sabemos qué decir o qué hacer para parar este monstruo. Es el independentismo, esa connivencia extraña entre quienes sienten profundamente su tierra y quienes, a la izquierda del comunismo, solo desean derrocar al Estado para imponer la santa voluntad que les nace de los collons.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Medicina anacrónica

Por desgracia, en la familia estamos preocupados por la salud de nuestra madre. Prestar de nuevo atención a la medicina ha traído remembranzas de tiempos pretéritos, cuando en el pueblo se daba el aviso de que en casa había un enfermo y enseguida acudía desde el pueblo de al lado el señor médico, don José María, con su Dos Caballos, maletín en mano y saludos a los presentes antes de entrar en la alcoba donde se hallaba el paciente. Todos alababan en don José María su excelente ojo clínico, aunque la principal razón que unía a este con todos los habitantes de la Ramajería era la bonhomía, la proximidad, la afabilidad, la paciencia sabia y humilde con que trataba a los aldeanos y el conocimiento preciso de todas las circunstancias familiares y campesinas que los afligían.
Se lo comento a una amiga, médico radióloga. Lo confirma sin discusión: esa medicina ya no existe, se ha perdido. Los médicos son pobladores afligidos de los centros de salud que ni siquiera te hablan con respeto o educación. Sedicentes sacerdotes albos de un conocimiento que creen arcano, y que no es otra cosa que un checklist (hasta para un resfriado se hace una prueba tras otra, todas “para descartar”, que en eso consiste la medicina actual, en aplicar la lógica de los descartes), pocos saben interpretar síntomas y todos se esconden en los protocolos, la expendeduría de recetas y la interpretación de análisis con dos columnas (la buena y la real). Están deshumanizados. Como casi todo ya, para qué engañarnos.
El ojo clínico es un concepto en desuso, anacrónico, que denota arbitrariedad. Hoy la naturaleza humana confía en la evidencia científica, en el resultado de una semana de pruebas y análisis, acaso por no confiar demasiado en el talento y la práctica de los galenos. Dirán ustedes que los conocimientos y el saber no dependen de la petulancia, pero sí la intuición y el buen criterio, asignaturas que no se cursan en ninguna carrera.
No lo llamen ojo clínico: lo de don José María era una pericia que ya quisieran para sí mismos muchos de los médicos con los que me he topado y a quienes no confiaría ni la diagnosis de un resfriado (no lo hago). Que nunca olvidaré cómo una MIR quiso ingresar a Queco, siendo bebé de pocos meses, por creer que sus pupilas asimétricas eran evidencia de un tumor en el hígado; como tampoco olvidaré la aflicción innecesaria a que sometió a su madre ni la displicencia con que hube de despachar a tan impertinente personajillo.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Papeletas

Si lo pienso bien, me desasosiega ver cómo se ha llegado a las papeletas. La clase media de Barcelona, promotora del pacto, del seny, líderes en una Cataluña rica, liberal, optimista, emprendedora, artística… de repente ha desaparecido. Tantos años alimentando el mangoneo del tres por ciento, la imposición de la lengua y la educación en beneficio propio (armas básicas de cualquier sentimiento diferenciador), que al final se les ha ido de las manos. Por eso la egregia burguesía catalana calla. Incluso cuando la benemérita arresta a los altos cargos de una Generalitat olvidada de Tarradellas.
Si lo pienso bien, me arredra su cobardía. Podrían hablar, señalar con el dedo acusador a todos cuantos han preferido el tobogán al precipicio en lugar de la senda (mucho más aburrida) de la templanza y la negociación, que es el lugar donde se hace un país. La calle habla, como se ve en las manifestaciones de la Diada, pero solo habla la calle que se concita para expresarse: los demás, por no hablar, ni siquiera son acera.
Si lo pienso bien, veo unas siglas, CiU, anacrónicas, brumosas, corroídas, vestigios de una bonanza que por mucho tiempo se quedará recogida en casa ante el avistamiento de los nuevos batasunos, esta vez catalanes, esclavizadores de esa entelequia llamada PDCAT, herederos indómitos del pujolismo que, alzados sobre sus cabezas, han avistado un lugar más propicio para su mediocridad que el designado por un Estado que calla y paga porque, si habla, todos se vienen arriba, que eso de jugar con la singularidad histórica afecta por igual a propios y extraños cuando se parla la misma lengua.
Si lo pienso bien, este desvarío con mil cuatrocientas cincuenta y dos, perdón, cincuenta y tres maneras de resolverse, es consecuencia de la indolencia atiborrada de prosperidad de aquellos catalanistas que yo me encontré cuando hacía mi doctorado en una Barcelona que causaba envidia a propios y extraños. Tanta mecánica social solo podía acabar en dogma o en terrorismo. Han elegido el dogma. La religión. La exclusión. Si les llamo fascistas igual me abofetean, pero se han comportado como tales desde hace cuarenta años con sus inmersiones y sus pesebres clientelares pagados a escote por los PGE.
Si lo pienso bien, acaso el precipicio no esté tan mal para ellos: podrán imponer sus leyes, inventar la legalidad al paso, arengar a las masas que aún no se han dado cuenta de nada. Pero ese precipicio, no puede estar en la piel de toro. 

viernes, 15 de septiembre de 2017

Regreso a las clases

En ciertos institutos la impartición de las asignaturas específicas depende del número de alumnos que las soliciten. Entre este tipo de asignaturas se encuentran Cultura Clásica y Filosofía. No todos los estudiantes interesados en ellas las podrán cursar, porque si no hay un mínimo número inscrito sencillamente no se imparten; los enamorados de las letras, por ejemplo, habrán de someterse a la dictadura de quienes prefieren informática o educación audiovisual, que a nadie sorprenderá que sea una amplia mayoría.
Claro está, depende del instituto o colegio. Cuando muchos sedicentes gurús pedagógicos recomiendan que la enseñanza escolar se dedique a preparar a los alumnos para el mercado laboral, están justificando que en numerosos centros educativos la II República o la Guerra Civil apenas sean abordados, por ejemplo, o que los alumnos sean incapaces de diferenciar el grado de incidencia de los rayos del sol en invierno y verano. El sistema educativo ha devenido tan mutilado como inservible para construir ciudadanos.
Profesores y estudiantes viven continuamente en interregnos de leyes educativas. A muchos docentes con los que trato resulta harto frustrante ejercer su magisterio porque los currículos son absurdos y cambiantes. ¿Cómo explicar que la dichosa psicopedagogía, capaz de decir en un mismo informe una cosa y su contraria, ha calcinado las aulas hasta convertirlas en un pozo de tristeza y desmotivación? El problema, claro está, no se encuentra solo en las aulas. La enormidad del número de padres sobreprotectores, con sus estúpidas demandas, o la tiranía de lo políticamente correcto, capaz de aniquilar de un plumazo toda curiosidad intelectual en los estudiantes, son factores que anulan el prestigio del saber y proscriben el rigor o la excelencia. ¿Debe asombrarnos, como enunciaba en el primer párrafo, el desinterés absoluto de los estudiantes por aprender? Hay chavales que se ven a sí mismos antes como prisioneros que como seres potencialmente brillantes en lo intelectual.
Me temo que las vergüenzas y miserias de nuestro sistema educativo no dejarán de aflorar. No hay nada tan hermoso como enseñar, ni nada tan entretenido como aprender. Es lo que nos conforma como humanos, por eso desde las aulas han de construirse mejores ciudadanos para mejores sociedades. Imagino que suena utópico, pero de la ignorancia funcional solo se alimentan desastres como Donald Trump o Marine Le Pen. Pero oiga: como quien oye llover.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Por fin

Cinco años de agotadora agitación ha necesitado Cataluña para escenificar, penosamente, en un parlamento semivacío y embrollado, su primer paso hacia la independencia. La sublevación no ha alzado las armas (dice mi hermano que, sin ellas, las revoluciones son un timo) y el Gobierno se limita a recurrir al tecé, que no al ejército (más propio para una invasión que para mitigar una insurgencia).
Tarradellas ha quedado en el olvido. La borrasca antisistema que gobierna en Cataluña ha acallado las voces de una clase media que, como ninguna otra, acaso solo la vasca, supo ser próspera. La izquierda revolucionaria, que llama al asalto y se dirige a las clases catalanas menos pudientes con estruendoso ruido, ensordece el juego político y convierte en tontos patanes, aunque útiles, a quienes están en el Govern como tristes evidencias de un pasado de moderación muy productivo. Si el futuro de la Cataluña independiente pasa por estos iconoclastas, los catalanes tienen un problema.
Lo llaman democracia, pero solo porque tienen un lugar donde reunirse y urnas. Algunos los acusan de practicar un golpe de estado, pero… Cataluña no es un estado, como tampoco lo es Euskadi. Son soberanistas que, por una mínima aritmética, han decidido comportarse al margen de las leyes que los han ubicado en sede parlamentaria. Sin solemnidad ni vergüenza, tal vez porque no saben qué hacer el día 2 de octubre. Improvisan sobre un lienzo nunca antes escrito. Moncloa advierte de la dictadura que sobrevuela Cataluña. Yo quiero advertir a Moncloa que es en ese palacio donde reside el garante último de la legitimidad constitucional española. Tantos años de indolencia tiene consecuencias. Prodigioso nunca ha sido el señor Brey, para qué engañarnos…
De tener una posición incomparable dentro de España, y haberse erigido en numerosas ocasiones en su verdadero árbitro, Cataluña ha decidido forzar al Gobierno de Madrid, cuando jamás Madrid se ha atrevido a hacer lo mismo con Cataluña (palabras de Calvet, director de La Vanguardia, del 6 de octubre de 1934). La farsa de la independencia por collons no tiene remedio ni va a producir héroes enaltecidos. El sueño de gloria en que han rendido sus esperanzas fracasará porque, por fin, han decidido dejarse de soplapolleces parlamentarias y, como en el chiste, verán venírseles encima todos los indios, los mismos que, hasta el momento, no se habían puesto de acuerdo en hacer algo digno de una lección de Historia.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Un mes para olvidar

Un agosto para olvidar. Por el atentado en Barcelona, por supuesto. Y después, por todo lo demás. Todo lo demás comienza al día siguiente, casi diría que aquella misma tarde.
Los muertos fueron rápidamente olvidados. Qué tristeza. Qué poca cosa somos. Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. Diez días después, cuando miles de personas se reúnen para decir, quizá por última vez, que no olvidan, y cuando solo el silencio (casi el último reducto de consenso que nos queda) debió hablar, muchos no quisieron callarse ni guardar las banderas en su casa. La marcha no ocuparía más de hora y media en la vida de cualquier persona. Al parecer, noventa minutos sin mostrar, donde fuere, que hay un oprobio mayor que la más abyecta malignidad del ser humano, ocupa lo que cuenta un capítulo de Historia. De ahí los gritos, los pitidos, los insultos, los abucheos, las caras rabiosas y los esputos de toda una jauría humana para quien vapulear al que sigue vivo es más importante que todas las víctimas. Si son esas sus creencias, o al menos su comportamiento, ¿hace falta explicar por qué me indignan tanto? ¿Era “No tinc por” o “No tenim por de res”?
La decencia también fue olvidada. Se aclamaron a los héroes. Se impuso la pena de muerte (¿soy acaso el único a quien le parece abominable que se disparase a matar contra los terroristas?). Se alzaron los elegidos sobre todos los demás. En realidad, ocultaron los infinitos errores y mintieron con descaro. Frente al dragón coleando solo cabe asentir, pero una vez abatido el miserable bicho la verdad reluce. La Generalitat estaba alertada sobre posible un atentado en Las Ramblas por parte del Estado Islámico. Eso fue el 25 de mayo. Tras la devastación del 17 de agosto, en repetidas ocasiones su presidente, su consejero de Interior y el aclamado responsable de los Mossos lo negaron. Que mienta un político es algo acostumbrado, pero que lo haga la máxima autoridad del cuerpo policial no tiene justificación.
No sé ustedes, pero yo me siento terriblemente agotado de contemplar una y otra vez (y han sido muchas las veces ya, lamentablemente) a nuestros prebostes con total incapacidad para actuar como representantes de la ciudadanía en los momentos críticos. Anteponen sus peleas y el rédito político a cualquier consideración de dignidad cívica. Ocurre en ambas orillas del río político y no creo que vaya a dejar de suceder. Es agotador. Y, de verdad, no lo merecemos. Es, para olvidarles…

viernes, 25 de agosto de 2017

¿Turismo lou-qué?

No entiendo el revuelo contra el turismo de bajo coste. Estoy recibiendo mensajes y fotos desde Vietnam o Camboya o Vladivostok de quienes han ido hasta allá según directrices que luego critican en quienes nos visitan a nosotros por cuatro cochinas perras. Más aún. Es cierto que la gente viaja como nunca, pero no lee absolutamente nada: por ese motivo lo ignoran todo del país que pisan y solo saben publicar fotos y añadirles pies del estilo “qué pasada”, “es flipante” o tal vez un “esto es precioso”. Es lo que tiene elegir Internet: empequeñece el universo y convierte en vulgar algo tan reflexivo como un viaje. Porque lo llamamos viajes, pero en realidad es un simple transportarse en avión de un sitio a otro para luego no descubrir nada del otro ni de uno mismo. 

Pura perversión esto del turismo en masa. El trotamundos ha muerto. ¿Dónde está el viajero que desea descubrir de manera individual su propia estética sobre un paisaje nuevo, unos olores nuevos o unos sabores nuevos, y que regresa a casa distinto a como partió? Los blogs de supuestos viajeros están repletos de banales narraciones de lo que uno ha visto o no debería perderse (qué hartura de pontificación ramplona) en cierto lugar del mundo: no hacen sino repetir (y prolongar) la eterna visión comercial de ese mismo mundo. 

No hay tanta diferencia entre un autorretrato (selfi, que dicen ahora) en Birkenau o Choeung Ek y la imagen de esos turistas que duermen en un coche cerca de la Zurriola o se pasean en bolas por el centro de Calviá. Esto último es consecuencia de un achicamiento del mundo y de la mente: viajamos para poder presumir de movernos por lugares remotos, pero nuestra sensibilidad no abarca las posibilidades iniciáticas del éxodo ni entiende de más profundas inquietudes. Por eso, no me vengan con tonterías: da igual donde uno vaya, siempre hay un “tour operator” al acecho (L. Osborne dixit) y si usted acepta encantado ese viaje de escasa calidad iniciática en favor de un bajo precio está aplaudiendo la proliferación de locales dedicados a la venta de recuerdos, ropa barata y yogur helado.  

Y la pregunta de moda: ¿Arran protesta contra los turistas o contra la explotación económica del turismo? Yo no desprecio al turista, sino al explotador del turista. Y no, no les tengo simpatía alguna a los de Arran: estoy convencido de que ellos mismos son “low-cost”. Pero lo diré bien claro: no me molestan sus pintadas. Lo que me molesta es que usted no se vea criticado en ellas.

jueves, 17 de agosto de 2017

Atentar es fácil

Tenía que pasar. Atentar es fácil. No importa que sea en Londres, Niza, Berlín o Barcelona. En todas partes hay lugares donde el tránsito humano es masivo, vehículos en las inmediaciones con libertad de circulación y, por lamentable que parezca decirlo, imbéciles radicalizados a quienes basta uno de tales vehículos para arremeter contra nosotros, los infieles. Mejor una furgoneta o un camión: los daños y el número de muertos y heridos serán mayores. Así se expresaba no hace muchos meses la revista yihadista Rumiyah y así lo pensamos todos, pero con obvio sentimiento repulsivo.
Este tipo de matanzas son, tristemente, habituales en conocidas regiones de Oriente Próximo o el norte de África. Pero las que se producen en nuestro continente van cargadas de dramatismo: los perpetradores no eligen atacar en mercados o aglomeraciones de las barriadas, sino en lugares simbólicos y conocidos para impactar en nuestras consciencias, y en fechas muy concretas: la reunión antiyihadista de Washington, el Día Nacional francés, las navidades en Alemania o el agosto español. Serán unos grandísimos hijos de puta, pero saben muy bien lo que se traen entre manos. Tratan a Europa con cortesía macabra.
Tengo muy claro que no solo buscan inocular el terror y el miedo entre nosotros. Sobre todo, pretenden nuestra fragmentación, la radicalización de la sociedad civil, que rompamos anímicamente con nuestra proverbial tolerancia y enarbolemos el discurso bélico (lo hizo Hollande -madre mía- tras los atentados de París). Por eso, aun ignorando qué mensajes se escucharán hoy en radios y televisiones, pues carezco de tanta clarividencia, estoy convencido de que en alguna parte resonarán mensajes cargados de islamofobia y radicalidad. Ese es el juego lúgubre al que juega el yihadismo. Para ellos sería un éxito completo que nos volviéramos todos tan imbéciles como ellos.
A otros corresponde decir cómo eliminar esta plaga que nos asola, en caso de que pueda denominarse así. Ellos nos tildan de infieles porque llevan en su código ético una visión destructiva del sentimiento religioso. Nosotros los llamamos de muchas maneras porque su locura es impenetrable. De momento han cercenado la vida de inocentes que paseaban por las Ramblas. En algún lugar (o lugares) del mundo habrá quien se encuentre celebrando el sacrificio. Ninguno de ellos escucha a su dios, que reiteradamente les ordena que, de no vivir en paz, se eliminen a sí mismos de la faz de esta tierra.

viernes, 11 de agosto de 2017

Independencias

Lo de Cataluña es, sencillamente, de traca. Los partidarios del independentismo no descansan ni en agosto de decir tonterías. Cualquier noticia es parte de la gran noticia. Desde la pretendida orquestación gubernamental del conflicto del Prat a las manifestaciones de que ser catalán en España es algo parecido a ser gay en Marruecos, todo vale. Lo peor es que nadie manda callar la boca, pero no porque estén todos igual de enloquecidos, sino porque en cada nuevo registro de la antología del disparate que están perpetrando hay una razón más para llenar el saco de los motivos secesionistas. No es diarrea mental (tal vez sí): es seguir acumulando razones, no importa de dónde procedan.

Vean si no los disparates del Institut de Nova Història, para quienes Cervantes, Colón o Miguel Servet nacieron con barretina y el Lazarillo de Tormes fue traducido a lengua castellana y el original, en catalán, destruido por miedo a la Inquisición. Suena esperpéntico, pero en otras ocasiones da puntadas aparentemente finas como lo de que Cataluña está imbricada culturalmente con el imperio carolingio. En realidad, da lo mismo que induzcan a la risa con estas memeces o a consultar la enciclopedia para encontrar vestigios de protohistoria: siempre alguien habrá que piense que estas afirmaciones tienen su ijada en lugar de hilaridad. Es lo que tiene la búsqueda de raíces milenarias inexistentes: evoca una trascendencia inalcanzable para los demás.

Nos hemos acostumbrado a vivir con dosis diarias de desatinos, tan perseverante que ya es difícil aseverar si hay cimientos sólidos bajo los pies. Ha pasado el tiempo y el edificio, por endeble que sea, sigue en pie y amenazante. Como ya dijera en esta columna hace un tiempo, en la independencia de Cataluña se han reunido varios factores, pero decisivamente uno: el rechazo de la Generalitat, durante la crisis económica, a llevar a cabo dolorosos ajustes presupuestarios. Luego vino la polarización social, el populismo de una calle siempre presente, la demagogia política y la exacerbación de un sentimiento diferenciador que, por subjetivo que sea, parece superior a toda otra consideración.

Dice Puigdemont que Cataluña, lejos de tener miedo, inspira miedo. A mí el miedo, realmente, me lo imbuye la constatación de que los desatinos pro-independencia siempre quedan escritos con renglones firmes en páginas muy sombrías donde ni unos, ni otros, cuentan nunca la verdad. Total, sic transit gloria mundi.

viernes, 4 de agosto de 2017

Pedaleando

Por las mañanas salgo un par de horas a machacar las piernas por las carreteras de las Arribes del Duero. Da gusto pedalear a buen ritmo, en solitario, por estas tierras que tan bien conozco. Las carreteras secundarias siguen siendo, en muchos tramos, más caminos agujereados que firmes pavimentados, lo que ralentiza considerablemente la marcha. Pero los aromas del campo agostado, el silencio del sol o el silbo rumoroso del viento que orea encinas y robles compensan con creces los estragos del duro sillín y el dolor que acaba por atenazar las rodillas y gemelos al exigir más rendimiento.
Para mi satisfacción y seguridad, compruebo que este año los automóviles sí se apartan de mi bicicleta la distancia que marca la DGT. Las noticias han surtido un efecto benéfico para nosotros, los ciclistas. Aunque no todos actúan con idéntica prudencia: los vehículos más viejos, aquellos que se distinguen fácilmente porque sus matrículas comienzan aún con SA (de Salamanca) y que suelen ser conducidos por lugareños a quienes las normas de tráfico quedan muy lejos y las nuevas recomendaciones en la ignorancia, siguen acercándose a mi cuerpo cada vez que se topan con mis pedales en una recta o un rellano (en las curvas y rasantes guardan cierto alivioso miramiento).
En la huerta hemos arrancado los garbanzos, este verano menos productivos que el pasado, y aguardan las patatas para uno de estos días. Los tomates y pimientos muestran un aspecto fecundo y jugoso pese a las lluvias fuertes de julio, que detuvieron la maduración habitual de los productos de la huerta. Uno de los guindos se ha desgarrado de arriba abajo, no ha soportado el peso de su tronco escorzado, y las ramas de los ciruelos parecen un ejercicio de puntillismo de tanto fruto como pende de ellas.
Este año en casa se observa una felicidad casi primordial, pese a que alrededor el pueblo sigue su lento proceso hacia el olvido. Creo que es por el sol y el calor, que parecen más naturales y no efecto de un calentamiento planetario imposible de paliar. Mi madre sigue escuchando las noticias por la tele y parece galvanizar adecuadamente los positivos datos económicos. Cataluña, que espere.
Cuando lean esta columna estaré seguramente terminando mi pedaleo matutino. No tengo playa (tampoco me gusta) y me falta el verde guipuzcoano para sentirme como ustedes. Pero mis veranos son así, y me gustan. De campo y familia y bicicleta. Como un vertido continuo de sensaciones imprescindibles.

viernes, 28 de julio de 2017

Apartamiento

Todos los años por estas fechas les escribo desde mi aislamiento familiar en las Arribes del Duero. Y a ustedes qué les importará, supongo que se preguntan desde hace tiempo. Les hablo de mis viajes. De mis descansos. Como si tratase de ejercitar el egocentrismo desde las líneas de esta columna y no me cupiera en la cabeza tema alguno distinto a lo que voy viviendo.

Les voy a dar una razón. Cuanto más tiempo me alejo de los entresijos que pueblan los titulares de la prensa, cuanto menos reparo en el ruido, tanto mediático como internetual, más convencido estoy de que la realidad no es lo que nos cuentan, a veces compulsivamente, los demás: son las reflexiones personales que uno medita en la soledad, mudez y distancia de su intimidad más sincera. ¿No se han dado cuenta de la fobia social, casi instintiva a efectos prácticos, que atenaza a los humanos de cualquier lugar y condición cuando se sienten y hallan solos? Las redes sociales o los medios no han impuesto la velocidad y fugacidad del pensamiento: somos nosotros quienes hemos usado estas herramientas para acelerar a fondo, hasta alcanzar una celeridad monstruosa, el caudal de información, hasta convertir en relevante la insignificancia más inútil.

Los parajes a los que viajamos no son parajes si no subimos a Instagram un autorretrato en ellos. El tazón de leche con cereales no es desayuno si no colgamos en Facebook la foto con su correspondiente subtítulo descriptivo. El móvil no es un dispositivo desde el que podemos hablar, trabajar, informarnos o divertirnos: ha de ser un almacén ingente e infrecuentado de fotos y vídeos. Incluso las noticias han conocido éxitos inusitados por encabezamientos del tipo “Las 10 razones que no sabías de alguna bobada”.

Los humanos hemos hallado el camino a la inmortalidad en la permanencia de vestigios mediocres e insustanciales de nuestro paso por el mundo y cualquier terror tecnológico que nos procure la celebridad entre pares, notoriedad tan simultánea como recurrente, sirve para enarbolar el autoproclamado derecho a ser egregios pese a no disponer de talento alguno que legar al futuro. Acaso por envidiar a los poetas, filósofos, científicos y artistas inmortales, o tal vez porque nos hemos convencido de que no necesitamos las neuronas para absolutamente nada relevante.

Renunciar a este derecho solo es viable desde la propia intimidad. Y desde luego, solo desde un meditado apartamiento. Quizá ahora me entiendan mejor… Pasen buen verano.

viernes, 21 de julio de 2017

Fresas de Irapuato

Los alrededores de esta hermosísima ciudad mexicana son de una blandura amorosa, tan verdes que parecen entresacados de una estampa de la campiña británica. La independencia de México se gestó en esta capital del estado de Guanajuato, pese a firmarse finalmente en la vecina Querétaro, también hermosa. Irapuato es un nudo central de las comunicaciones mexicanas y se nota. En la zona están asentadas cuatro importantes industrias automovilísticas niponas y los larguísimos convoyes de tren atraviesan la localidad con asiduidad. A diferencia de la Ciudad de México (o Distrito Federal, como se la conocía recientemente), el orden urbanístico jamás se ha desmoronado y por sus calles circulan los vehículos con tranquilidad y despreocupación. A tan solo tres horas por carretera de la capital del país, sorprende encontrarse con un mundo en apariencia tan poco mexicano: orden, limpieza, parsimonia…
Cuando me trasladan en camioneta (esos vehículos inmensos, de influencia yanqui, provistos de caja donde transportar enseres, pero tan potentes y cómodos por dentro que han devenido artículos de lujo) contemplo con arrobamiento los campos de maíz, fecundos, feraces, salpicados aquí y allá por invernaderos donde se cultivan fresas. Irapuato es la capital mundial de este producto, con permiso de los onubenses, pero ya apenas queda visible gloria alguna que dignifique tan egregia distinción, solo puestos de carretera, desvencijados y distraídos, donde por un par de euros puedes adquirir una bombona enorme de fresas con crema.
Como español, me resulta curioso que, de entre todos los temas de preocupación que convergen en las pláticas de los mexicanos, ninguno de ellos se refiera al desempleo. Las empresas muestran en sus puertas cartelones inmensos solicitando trabajadores y muchos de esos puestos quedan siempre por cubrir. No es el paro un motivo de desasosiego para nuestros hermanos mexicanos. Quizá por eso en todas partes, también aquí en la calmosa Irapuato, el dinamismo y la felicidad sea característica indeleble de las gentes y sus usanzas.
Estoy por finalizar mi prolongada estancia en este país, México, que no se descubre solo en Cancún. Magnífico hallazgo, ¿verdad? El interior está provisto de una belleza exquisita, quizá mucho más natural y franca que el entramado de resorts que sazona el antiguo territorio maya, aunque menos turística. Entiendo ahora mejor por qué nuestros antepasados venían para no querer regresar nunca…

viernes, 14 de julio de 2017

La línea de los dos mundos

Hay líneas quebradas en nuestro planeta que separan mundos distintos y cuyo origen se pierde en los sueños de la humanidad. Donde me encuentro, en Tijuana, en la capital fronteriza de la Baja California, comienza una de ellas. Es un trazo de acero que rompe los pedregosos montes e infecundos desiertos en derredor, para avanzar raudo hacia el Este. Dicen que el actual morador de la Casa Blanca quiere modificar este muro ya existente por uno de alta tecnología e impedir en mayor medida el caudal de personas que buscan y logran encontrar roturas en este desolado trazo separador.
Al otro lado, el mundo es distinto. Se llama San Diego y es una ciudad preciosa, moderna, tan distinta y avanzada respecta a esta de México que parece mentira que un solo trazo de acero sea capaz de tamaño contraste. Por supuesto, admiro y me gusta (mucho) el mundo del norte. Fácilmente querría venirme a vivir a él. En mis anteriores viajes a Estados Unidos jamás había sentido esta llamada tan rompiente. Será el influjo de California. Cuando visité San Francisco, hace ya muchos años, no disponía de un sentido crítico ciudadano tan aguzado. La tierra de las oportunidades, como la llaman sus habitantes, completa el sentido de la existencia de todo ser humano: prosperar, mejorar, vivir libremente…
También me gusta el mundo del sur. Me recuerda algo ya olvidado de mi niñez y juventud. Sus carencias suscitan ternura y solidaridad. Uno llega a pensar que las gentes del sur que se internan en el norte olvidan de inmediato de dónde vienen, porque el mundo del sur es tan distinto, tan brutalmente inferior (en arquitectura, en infraestructuras, en comportamiento, en respeto, en tráfico, en…), que parece lógico que uno se empeñe en querer nutrirse de los aires del norte para insuflarlos en ese sur de donde uno escapa. El caso es que el choque entre los dos mundos me tiene afectado.
Quizá todo sea cuestión de personalidad, de idiosincrasia, de elementos difíciles de entender como la resignación o la indiferencia, quizá todo se resuma en un humanismo conformista, tan afín a mis terruños de las Arribes del Duero (tan de pueblo, que diríamos) que me exacerba. Tengo deseos de gritarles: ¿acaso no veis, no oís, no sentís? El sueño está al otro lado del muro, ahí mismo, id y coged sus ideas, cambiadlo todo, romped la diferencia. Pero entonces me detengo. Porque ese mismo grito, de otra manera, es lo que debería gritarme a mí mismo en cuanto vuelva a España.

viernes, 7 de julio de 2017

Infraestructuras mexicanas

Les escribo desde Ciudad de México (CDMX), esto es, les escribo desde una urbe desorbitada donde viven, en toda la zona metropolitana, 25 millones de personas. Si han volado alguna vez hasta aquí, y han reparado en las ventanillas al aterrizar, habrán visto que el avión sobrevuela casas y avenidas durante los veinte minutos previos a tomar tierra, y que todo en derredor son casas y más casas, calles y avenidas, hasta las sierras que rodean el valle, totalmente sembrado de edificios.
Uno piensa que este nivel de densidad poblacional, que convierte a CDMX en la ingente aglomeración urbana que es, la mayor de todo el mundo hispanohablante, solo puede gestionarse mediante infraestructuras eficientes y bien desarrolladas. Pero no. Como suele suceder en prácticamente toda Latinoamérica, los sistemas de comunicaciones son un escollo continuo para la comodidad ciudadana y el desarrollo económico. No existe mantenimiento (las calles son un socavón continuado), el caos circulatorio es constante y los vehículos juegan a sortear obstáculos (baches, viandantes, otros vehículos…).
A lo largo de esta semana, y estando inmersos en la estación de lluvias, he visto cómo a diario las rutas viarias han quedado anegadas por el agua que se acumula y no drena por parte alguna, produciéndose atascos que váyase usted a reír de los que ha podido sufrir en Madrid, Bilbao o Barcelona. Cuando se pregunta a los conductores (taxis, Uber) acerca de la inexistencia de sistemas de drenaje, todos ellos se encogen de hombros y aluden a la corrupción gubernamental para justificar las involuciones. En las noticias se mencionan los estragos originados por las inundaciones, las cascadas, los ríos rápidos y el granizo. Pero en México la población se encuentra tan acostumbrada a la recurrencia de estos desastres que apenas se levanta la voz para demandar mejores servicios. Los políticos llevan 40 años proyectando obras faraónicas para paliar estos desastres, pero parece que se les sigue adelantando el cambio climático.
Quizá hayamos construido en España demasiadas autopistas, pero las infraestructuras no son solo las carreteras. Contemplo con desánimo la (nueva) merma en inversión en fomento y comparo nuestro confort con la denodada lucha del ciudadano mexicano para superar los obstáculos y el agua. Para mí la cuestión crucial es que ellos, los mexicanos, no se detuvieron. Nosotros tal vez sí lo hubiésemos hecho. No lo sé. Aquí parece todo tan dinámico…

sábado, 1 de julio de 2017

España en llamas

No solamente España. Toda la península. Una primavera seca. Un mes de junio cálido, anticipando la canícula (está por ver si el estío acaba siendo riguroso). En las Arribes del Duero, el pantano de Almendra, de donde beben los pueblos de la comarca, aparece inusualmente bajo. Las marcas del agua quedan muy lejos de la línea actual de flotación del embalse. Sigue siendo mucha agua almacenada. La pregunta es: ¿y si no llueve en años?

En Portugal hay bosques por doquier. Al norte, en el parque nacional de la Peneda, en la frontera orensana de Entrimo, en el Xurés, los incendios han dejado su rastro selenítico en los montes donde acostumbraban a crecer vertiginosos los pinos. Los lugareños se llevan las manos a la cabeza contemplando las vastas extensiones de pinares completamente calcinados, algunos a pie de aldea. Yo les digo que los helechos y el bajo monte ya verdean. En una década los pinos fructificarán hasta alcanzar las alturas acostumbradas. Para entonces, los adolescentes ya estarán maduros y nuevas crianzas correrán los patios solitarios de las aldeas gallegas. Mientras tanto, proseguirán las orugas mecánicas destrozando las carreteras curvilíneas y neumáticas del parque, arrancando los pinos requemados y cortando sus troncos para alimentar a la industria maderera. Pero claro, los fuegos siempre son intencionados por otros o producto de un cristal mal ubicado. Pocas veces las ganancias son tan reditosas.

Al sur, lejos de donde me encuentro, los paisajes onubenses se cubren de una nieve extraña, cenicienta, sucia y polvorosa. Las llamas acaban de asolar inmensas extensiones de paisaje atlántico conectado por un fino hilo quebradizo con el mar que antaño denominaron como nuestro. Y las noticias esparcen llamaradas por el litoral levantino y también por las zonas centrales. Las ecpirosis se suceden, acostumbradas, al ritmo de las canciones del verano. Dicen que despacito. Yo digo que de modo estúpido y desacostumbrado.

Hace miles de años, cuando el ser humano aún no se había convertido en el virus actual que asola la naturaleza por todas partes, a causa de su desarrollo imparable y su turismo ensordecedor y su egoísmo acomodaticio y autárquico, los incendios causaban daños necesarios en una naturaleza enseñada a regularse a sí misma. Ahora le echamos la culpa al cambio climático. Linda ironía: si lo provocamos los humanos, ¿por qué no decir que somos nosotros los culpables de que las llamas luchen por acabar con nosotros?

viernes, 23 de junio de 2017

CETA

Hay determinados asuntos que a los ciudadanos nos trae al pairo, que dice el otro. Si tenemos organismos y funcionarios y políticos es por eso, porque a nosotros se nos da bien columbrar las desgracias que asolarán el feudo patrio en caso de que gobiernen los otros (en oposición a los ricos arroyos de hidromiel que correrán por nuestras feraces tierras si ganan los nuestros), y se nos da mal entender los convenios internacionales.
Y hétenos aquí con que la mente exigua e indómita que de nuevo rige los designios de la sedicente izquierda verdadera, ha declarado su oposición (repentina, tal vez para convencer al votante de que su cabeza contiene conocimientos sorprendentes) a un acuerdo comercial entre la UE y Canadá, país norteamericano del que muchos solo han visto alguna foto epatante del Yukón cuando se activa el salvapantallas.
Desconozco el contenido del tratado firmado por la Unión Europea con Canadá, pero supongo que hablará de eliminación de aranceles, de libre comercio, etc., sin entrar en otras materias, por ser un tratado comercial. No importa. Al parecer, el egregio prócer sociata ha encontrado en la letra oculta de los escritos de la UE un agravio superlativo para los sectores e intereses económicos patrios, sin confesar cuáles son esos sectores, porque en bastantes años nadie se había quejado, y ahora se queja él, que escucha a muchos, al parecer, aunque dude yo de quién le ha podido sugerir tamaña audacia.
Tal vez sea que los otros de la izquierda contra quienes se mide en desigual duelo el preboste sociata ya se opusieron y se oponen a dicho tratado, por razones idénticamente ignotas para mí. Se mire de una manera o se mire de otra, hay que prestar mucho candor para entender lo que es impostura y ganas de hacer ver que se quiere desfavorecer a un país erigido de súbito en epítome del capitalismo globalizador y, por tanto, extenso (y hermoso) muro a derribar. Dicho de otro modo: pura demostración de cuán magna es la levedad podemizante y proteccionista que embriaga a quienes, desde un partido que gobernó durante décadas esta nación (reconvertida en plurinación) empiezan a idear las mayores zafiedades que ha podido parir madre.
Entre ocurrencias y majaderías anda el juego. Y delante, un gobierno reidor de las sentencias del TC. Y más allá, donde comienza la calle, un pueblo que parece solo conceder atención a la canícula que nos asola, y no a este estrafalario personaje aficionado súbitamente al estrambote.

viernes, 16 de junio de 2017

Censura

Supe que se llevaba a cabo una moción de censura por los periódicos. Será que últimamente desconecto demasiado. Pero se me pasó, que diría el otro.
Volviendo de Asturias, me puse algo al día leyendo la prensa. Aunque no me guste, acabo ojeando lo que dicen unos y otros siquiera por reafirmarme en la opinión de que periodistas y opinadores son antes soldados atrincherados que agentes del servicio de inteligencia. Opinión como fundamento de la ideología (Monedero, por ejemplo, que escribe con verbo suelto para regocijo de los suyos), opinión “Quod Erat Demostrandum” de teoremas falsos. (el de casi todos los demás). Me divierten las marcas panfletarias de la izquierda: son menos cansinas y aburridas que las de la derecha, aunque idénticamente inútiles, y llevan consigo una superioridad moral de cuya génesis siempre he manifestado estupefacción, tal vez porque se ven incardinados a la Ilustración y la Revolución Gloriosa, aunque luego sus propuestas son tan pueriles como demagógico el asombro de quienes los escuchan ensoberbecidos.  Y en la otra orilla, la conservadora, de liberalidad tan arrumbada que apenas se distingue nada que la concierna, no cesan de aflorar sentimientos de culpa y marcas de ancestral egocentrismo.
He de confesar que, en los días previos, andaba más preocupado con la preguntita de los catalanes y su futura república, esa que encierra tantas otras, convenientemente silenciadas, que antes parece un laberinto borgesiano que una consulta con trazas democráticas (es decir, en cantidad minúscula). Por eso, tal vez, se me escapó el intento exhibicionista del señor que atiza hasta sangrar, el de su portavoz (no se me ocurrirá entremezclar las verdades, que luego me llaman de todo, tal es el resentimiento de quienes viven para trazar -otra vez la palabreja- líneas rojas), el de Rajoy (manda narices que sea él quien mejor parlamente en el Parlamento) y de todos los demás que hablaron, en quienes no me fijé.
Total, como tampoco ha servido para mucho, salvo para alumbrar con fuegos artificiales las dos orillas desde donde se miran de reojo los morlacos, no creo haberme perdido mucho dedicándome a otros menesteres. ¿Que entonces por qué les hablo hoy de esto? Por saturación, supongo, o cansancio, y por convenir con ustedes que la política, como ya dijera hace dos semanas, se ha convertido en un juego de buses, eslóganes, gritos, abecedarios y narración de odios inveterados. Ergo, soy yo quien les censura a todos

viernes, 9 de junio de 2017

La semblanza del héroe

Los llamamos héroes para diluir su valentía en lo legendario. Los llamamos héroes porque todos nosotros, los demás, nos sabemos cobardes. La cobardía atenaza, paraliza, te hace agachar la cabeza y salir corriendo en sentido contrario, cuanto más lejos, mejor. Eso hacemos: agachar la cerviz y dejar en pompa el occipital. Por Julio César sabemos que se necesitan tres soldados para desemboscar uno. Sin emboscada, atacar solo a tres desgraciados provistos de armas es sentencia de muerte. Pero el valiente recalcula, inconscientemente, las probabilidades y decide hacer lo nadie hace: defenderse él o defender a otro, sin huir. Le cuesta la vida porque la cobardía de todos nosotros nos impide unir fuerzas a su alrededor.
A las otras víctimas no las calificamos de héroes, sino de pobres desgraciados que se encontraban en el lugar equivocado cuando no debían. Si a todas las víctimas las llamásemos héroes (porque lo son, de alguna manera) y realmente su leyenda nos impeliese valor y fortaleza, arrasaríamos a toda esta panda de energúmenos animalizados e idiotas que conviven entre nosotros y no tienen otro alimento que el odio y el desprecio por los demás que no son como ellos.
Les llamamos héroes para acallar nuestra conciencia, para no sentir el oprobio que sentimos los que somos cobardes e incapaces de enfrentar al enemigo. Hemos creado los cuerpos de policía y los ejércitos y las armas y con ellos aplacamos nuestra cobardía. Pero no es bastante. Porque les permitimos llegar hasta donde estamos, y que no acepten nuestra cultura, y que avasallen nuestras costumbres, y que nos destruyan.
El terrorismo islámico lleva años declarando la guerra desde dentro y desde fuera, es tanto su odio y su rencor, tanta la inquina salmodiada en oraciones a un dios inexistente, como todos los dioses, tan visceral su aborrecimiento de nosotros y nuestro capitalismo y caprichos y bienestares, y tan universal nuestra cobardía relativista, que de entre nosotros solo surgen líderes incapaces de articular otra reacción que los repetidos y cansinos mensajes de solidaridad y de condena y de firmeza y de apoyo y del no pasarán…
Los tenemos por héroes, pero su voz está acallada. Siempre hablan los de siempre y los demás, los cobardes que tanto nos indignamos, les escuchamos cuando en realidad tendríamos que tapar los oídos para no contaminar la poca valentía que nos surja al rememorar, durante un breve tiempo impreciso, a un héroe como Ignacio Echeverría.