Mi gato, León, murió el pasado martes por la mañana. Se
encontraba mal desde el viernes. Apenas se movía de su sitio, bajo el radiador,
donde pasaba las horas hecho un ovillo. El sábado, para que no sintiese frío,
le arrebujamos con su sábana. Maulló agradecido. El lunes, día de Navidad,
parecía un gurruño y el martes por la mañana lo primero que hice fue llevarlo al
veterinario, a veinte kilómetros de mi pueblo. Cuando le atendieron ya
estaba prácticamente muerto: yerto, frío, su corazoncillo apenas latía. Insuficiencia
renal, dijeron. El veterinario sugirió la eutanasia. No hubiese hecho falta,
pero accedí. Le inyectó un líquido azul y abandonó la estancia. Yo aún posaba mi
mano sobre la cabeza inerte de León. Mantenía los ojillos abiertos y el hocico
prieto, como cuando contemplaba el revoloteo de los pájaros desde la cocina. Le
di un beso en la peluda cabeza y me despedí de él. Al cabo de un rato pasarían
a recoger su cuerpo los empleados del ayuntamiento. Pagué las tasas y el
servicio del mismo modo que hace 14 años pagué el precio que marcaba la jaula
donde León, un amor de gatito colorado, muy juguetón, me alzó la patita para
tocar mis dedos cuando trataba de acariciarle. Salí a la calle, donde llovía
con ganas y el frío arreciaba, e hice un par de recados que me había encargado
mi madre. En un bar tomé una caña que no me supo a nada. Volví al pueblo y me
encerré casi 20 minutos en el cuarto de baño para que nadie me viese llorar
amargamente su pérdida. Apenas comí.
Mi gatito ya no está en el rellano de la escalera. Su rincón
está vacío. No se le encuentra repantigado en la cocina, tras el cristal de la
ventana, donde solía tomar unos baños de sol larguísimos y, entre sueños, movía
las manos y con las uñas rascaba la mosquitera. Mi gatito simplemente ya no
está. Es inútil buscarle por la casa, por el tejado del corral o donde fuere.
Es una inutilidad acibarada y amarrida que produce un desconsuelo espeso y
lúgubre por sí sola. Pero esa es la realidad. Desde el martes el mundo está de
nuevo incompleto para mí. Trato de no pensar en ello, porque siento que tengo
menos capacidad para aplacar esta tristeza que cuando falleció mi padre, quien,
al fin y al cabo, me dejó un rastro extenso de momentos y cariños. León
simplemente estaba y se dejaba querer.
Dedico la última columna de este año a contarles que León ya no está
conmigo porque me parece muy importante. Más que el resto de cosas que pasan.
Feliz 2018.