Un taxista de Barcelona, revolucionario marxista
convencido, defensor de la banca pública y la regulación intensiva de un país contra
los intereses de las multinacionales, me lleva por las calles de la ciudad
Condal bajo una lluvia recia, con los cristales empañados por el frío, mientras
desgrana sin pausa su mensaje podemita y
de ensalzamiento icónico de Tsipras, el visionario. Arremete contra los mercachifles
peperos y sociatas, que lo vendieron todo al capital extranjero para gastárselo
en putas, cocaína y maletines suizos. No olvida defender a los sufridos
compañeros estibadores (sin mencionar que sean una casta endogámica que
defiende a cara de perro sus desorbitados salarios: al menos consumen y gastan
aquí, dice). De Pujol no habla apenas. Lo considera un comisionista de vía
estrecha con discurso independentista, y la batalla no es esa. De doña Esperanza
descuelga algún dicterio más contundente: la derecha (menuda derecha, por
cierto, estos congregan todos los atavismos que enumerarse pudiera) es el
sempiterno enemigo, da igual el tiempo o el lugar.
Sigue avanzando el taxi que me va a ahorrar media hora de metro
y permitir llegar a tiempo al AVE. Las aceras se encuentran anegadas y el
asfalto que pisan los coches levanta abanicos de agua a su paso, arrasando los
escalofríos de los viandantes que esperan junto al semáforo para cruzar. En el
único momento que me permite comentar algo de lo mucho que dice, le pregunto al
taxista si se siente satisfecho con la labor consistorial de la alcaldesa de
Barcelona, que es de los suyos, obviamente. Entonces me mira con ojos
escrutadores, no vaya a ser que esté tratando de reírme de él (cosa que no he pensado siquiera). Es ahora
cuando diserta sobre las dificultades de gobernar desde la independencia y el
apartamiento de los poderosos. La labor es ímproba, los tiempos ingratos, los
resultados tardarán generaciones (ay,
madre) en ser percibidos. El capital es poderoso y se encuentra siempre
acechante. La banca y las multinacionales conspiran desde el minuto uno y no se
cansarán hasta que la alcaldesa (personaje tan astuto como desorientador donde los
haya) caiga. Todos acaban cayendo, replico. Sí, me dice, eso es indiscutible,
pero ella acaba de ser madre por segunda vez. Y eso qué tiene que ver, le
pregunto absorto. Ah, responde, pero ella ha parido en hospital público. Claro,
eso lo cambia todo.
De verdad, hay días en que ver caer agua del cielo es una
bendición.