sábado, 27 de mayo de 2017

El segundo ascenso de Sánchez

Me hablan un par de amigos, ambos afiliados al PSOE, del júbilo que les produce haber elegido como Secretario General de su partido a un hombre ajeno a la cúpula y en pura conexión con las bases. Lo de la conexión con las bases lo puedo entender (no hace tanto hablé en esta misma columna sobre esa palabreja, “las bases”), pero que el señor Sánchez sea ajeno a la cúpula no. ¿No se trata del mismo Sánchez que hasta hace unos meses se constituía en cúpula y pingorote de ella? ¿No se trata del mismo Sánchez que, por ser cúpula, se subía a la tribuna del Parlamento? Sí, es exactamente el mismo.

Pocas cosas son absolutas en esta vida. Una cosa es dependiendo de lo que se tenga enfrente. Y a eso imagino que se refieren mis amistades. Si a un señor que se ha pasado media vida calentando un asiento y colocando el perfil en los salones de mayor tronío por ver si alguien se acuerda de él, le colocas enfrente a alguien que parece mucho más preboste, y además lo envías al destierro con aviesas artes, lo que creas es un arrabalero corajudo. Pero no un ajeno. Lo que pasa es que estas cosas son y parecen tan suyas, digo suyas significando a los militantes de un partido, que los demás lo único que podemos hacer, además de hablar, es contemplar el conflicto como si de un espectáculo se tratase.

Mencionó uno de mis dos amigos socialistas aquello de poder regresar (¡por fin!) a la izquierda, como si alguna vez hubiesen estado fuera de ella (en realidad, pienso que, salvo excepciones, en el Parlamento hay diferencias verbales y mucha praxis compartida, pero esa es otra historia). O enfrentarse a la corrupción, como si entre los suyos no la hubiera. O poder ejercer una oposición eficiente, como si eficiente hubiera sido llevar a este país a casi tres elecciones generales en un solo año.

En fin. Qué corta es la memoria. No somos elefantes, está claro. A mí el segundo ascenso del señor Sánchez me inspira la lástima de pensar que el socialismo también anda perdido entre mediocridades y vaciedades, exactamente como los demás. Mis amistades no ven que se trata de una oportunidad perdida, pero desde hace mucho, antes de las primarias. Qué más da. La Historia más apasionante seguramente se escriba con las fantasías de las opciones dejadas de lado, pero la verídica trata sobre lo que ha pasado después de que las cosas hayan pasado.

Lo dicho, es un asunto de ellos, al menos de momento. Tengan la seguridad de que pronto será también nuestro.

viernes, 19 de mayo de 2017

El carajal patrio

Lo de España es un carajal de aúpame y no te menees, donde no vuelan las gaviotas, sino los cuchillos, y no crecen las rosas, sino los hongos del estiércol. No es la corrupción. Tampoco las intrigas palaciegas con sus filtraciones, grabaciones secretas, micrófonos, puñaladas... Lo es todo. Está todo descontrolado. Una a una, las evidencias de por sí infames, tanto que causan repugnancia, no explican por qué sucede lo que está sucediendo.
Si miramos arriba, al empíreo, contemplamos a un ser pusilánime, apocado, timorato: el de la Moncloa es un semi-dios controvertido por su inherente incapacidad para guiar, para liderar, para convencer, para hacer cambiar. Ni a los suyos, ni a los otros. A nadie. De su inmovilismo se aprovechan los seguidores, que se mueven lenta, pero inexorablemente, como una marabunta tumultuosa que lo devora todo a su paso. Esta devoración deja tras de sí un reguero de corrupción y ruindad que lo anega todo.
También arriba, un poco más a la izquierda, se mueve otra masa de gente gritona e iracunda, enfrentada entre sí, a causa de, aquí también, un vacío de poder absoluto. Causa pavor, aunque uno sospecha que no podría ser de otro modo, que en el enfrentamiento se estén midiendo las fuerzas dos emperadores desnudos: uno mujer, gobernanta, ambigua, imprecisa, establecida y encajada en los mecanismos de su partido; otro, un derrocado, hombre, sin discurso ni talento, azuzador de conciencias, revanchista.
Y si atisbamos alrededor, se perciben más masas de gente gritona, extremista, que hacen del enfrentamiento su única convicción, unas veces sustentada en prolijos conceptos segregacionistas de difícil manejo y peor praxis (nada más hipnótico que un destino impreciso, nada más esclavizante que inadvertirlo) y otras en obsolescencias ideológicas antisistema que, de llevar a alguna parte, es al desastre absoluto. Unos y otros, desafiantes de este Estado emponzoñado en su inutilidad orgánica y su miedo a la gobernanza en libertad, se aprovechan de él y lo emplean para alcanzar los fines y metas que, improvisadamente, se van creando.
Lo de este país es como una esquizofrenia. Fracturación, intrigas, deslealtades, corrupción. Han de llegar los bárbaros y acabar con el imperio. El carajal patrio anuncia el fin de las libertades y el establecimiento del extremismo. Quienes podrían hacer frente a la inminente invasión, que lo destrozará todo, están muy ocupados librando sus propias sucias guerras internas.

viernes, 12 de mayo de 2017

Desde la lejanía

Almorzaba este pasado martes, en Vigo, con un par de colegas. El mayor de los dos, aunque apenas medio lustro mayor que yo, parecía la exaltación cultural personificada; el segundo, más calmoso, aceptaba con resignación las cosas tal y como en el mundo son, bien o mal o peor.
Al exaltado, que hablaba mucho, pero con criterio, le resultaba insoportable los derroteros por los que se encamina la sociedad en todas y cada una de sus veredas: vituperaba lo mismo los programas de la televisión que el uso indiscriminado y abusivo de internet por parte de jóvenes y no tan jóvenes; la pobreza de las argumentaciones que se escuchan por la calle (y en los telediarios) y la perdicie intelectual que causa la adicción a la tecnología digital; la preeminencia del fútbol y de los best-sellers de consumo inmediato; e incluso el rollo poligonero o las pautas del afrentoso Trump. Nada salvaba en su análisis. Tan contundente era que el mundo, de repente, parecía quedar envuelto en una calígine fría e irracional.
El colega pausado, por el contrario, indolente hasta el hartazgo, defendía sin afán, pero con ese comedimiento de los grandes prohombres, posturas contrarias al anterior: no tanto por opinar distinto como (y esa es mi sospecha) por abulia: la tarea de cambiar lo errado le parecía descomunal. Mejor dejarlo todo como está, que tampoco pasa nada, y pretenderlo lleva al fracaso.
Yo, el tercero en discordia, tan criticón como soy, tan utópico en los pareceres y recoleto en las maneras, saboreaba las hipérboles de uno tanto como las mansedumbres del otro. Si se mira bien, desentenderse del ruido originado (ya sea en la vorágine televisiva o en la cortedad de internet) es ante todo una cuestión de limpieza mental. El ruido nada aporta y mucho destruye. Si participamos en él, produciendo aún más ruido, ya sea en foros o en debates con críticas que sean más descalificación que criterio, solo hallaremos intemperanza y agotamiento. 
En aquel almuerzo dejé bien claro que no importa en absoluto que millones de personas (de imbéciles, que diría Umberto Eco) quieran orientar sus vidas a enzarzarse insulsamente en el fragor de las cuestiones básicas y vulgares, donde no hay cabida para la razón. Lo conspicuo no necesita del aplauso para brillar y que la masa adocenada decida, porque le conviene, que la vulgaridad vale lo mismo que la inteligencia, en nada inhibe a esta última de su potencial de cambio y conocimiento para todo el conjunto de la humanidad.

Lo que necesitamos, acaso imperiosamente, como una primera medida de cambio social, de desvinculación de lo inmediato e irreflexivo, cuando no del fanatismo o lo pueril, es imponer silencio en nuestras vidas, darle al botón de apagado o de desconexión con alguna frecuencia (cuanta más, mejor), y tratar de entender los susurros del vacío interior… 
Qué desasosiego. De repente, me veo pensando como tantos otros antes que yo a lo largo de la Historia que han pretendido entender el sentido de la existencia humana. Desde la lejanía.

viernes, 5 de mayo de 2017

Stagier

Por Jordi Cruz, un afamado cocinero catalán que también sale por la tele, he conocido el significado de la palabra “stagier”. Los llamaban aprendices, pero ahora que el glamour ha invadido los fogones, todo sabe mejor en francés (con permiso de Arzak: la cocinería debería estar en euskera. Pero eso es otra historia).
No sé a ustedes, pero que se diga que sin aprendices sin salario un negocio no es viable, es inquietante. Razones habrá, pero no me convencen. Suena a fraude (legal o no), a mentira mil veces repetida, a mantra reconvertido en ley natural. Si la realidad permite sueldos ínfimos, o en dinero negro, o contratos leoninos u horarios descontrolados, estamos en Bangla Desh, no en España. En las carreteras se ven coches que cuestan cincuenta veces el salario mínimo, o más: ¿acaso esos vehículos tan potentes y lujosos no han sido adquiridos gracias a la existencia de un alto porcentaje de “pringados”? Pido perdón, pero no sé bien cómo denominar a quienes se desloman para que otros se peguen una vida de p.m.
La cosa está extendida. Hace años hube de contratar a alguien para suplir una baja por maternidad. La recomendación que me dieron fue ofrecer un contrato inferior al mileurismo, porque, total, se iban a pegar por migajas. No hice caso. Ofrecí el mismo salario que se iba a cubrir y exigí similares aptitudes. Me pareció lo justo. Obviamente, quien formuló aquella recomendación cobraba un salario brutal: le repliqué que estaba dispuesto a discutir con su jefe (el verdadero dueño de la empresa) la necesidad de reemplazarle y ahorrar una importante cantidad en costes laborales porque, total, candidatos habría que se pegarían por una tercera o cuarta parte de su sueldo (que lo hicieran igual de bien o mejor era cuestión de tiempo). El susodicho se limitó a mirarme con frialdad: reconocí en esa mirada el orgullo de pertenecer al clan de los privilegiados y el empeño en defender dicho estatus.

Solo unos pocos de los muchos “stagiers” que hay en la vida llegará a prosperar. El resto tendrá que vérselas con futuros esquilmados y sueldos de mierda aunque ahora se estén deslomando mucho o muchísimo por bregar bajo el brillo intumescente de personajes a quienes realmente poco importa lo que les suceda mañana. Será el momento de preguntarles: para qué. O también: por qué habéis menoscabado el futuro de vuestros compañeros. Pues la ventaja de uno es la miseria de cientos. Pobre Marx… Se ha perdido el concepto de clase.