viernes, 28 de julio de 2017

Apartamiento

Todos los años por estas fechas les escribo desde mi aislamiento familiar en las Arribes del Duero. Y a ustedes qué les importará, supongo que se preguntan desde hace tiempo. Les hablo de mis viajes. De mis descansos. Como si tratase de ejercitar el egocentrismo desde las líneas de esta columna y no me cupiera en la cabeza tema alguno distinto a lo que voy viviendo.

Les voy a dar una razón. Cuanto más tiempo me alejo de los entresijos que pueblan los titulares de la prensa, cuanto menos reparo en el ruido, tanto mediático como internetual, más convencido estoy de que la realidad no es lo que nos cuentan, a veces compulsivamente, los demás: son las reflexiones personales que uno medita en la soledad, mudez y distancia de su intimidad más sincera. ¿No se han dado cuenta de la fobia social, casi instintiva a efectos prácticos, que atenaza a los humanos de cualquier lugar y condición cuando se sienten y hallan solos? Las redes sociales o los medios no han impuesto la velocidad y fugacidad del pensamiento: somos nosotros quienes hemos usado estas herramientas para acelerar a fondo, hasta alcanzar una celeridad monstruosa, el caudal de información, hasta convertir en relevante la insignificancia más inútil.

Los parajes a los que viajamos no son parajes si no subimos a Instagram un autorretrato en ellos. El tazón de leche con cereales no es desayuno si no colgamos en Facebook la foto con su correspondiente subtítulo descriptivo. El móvil no es un dispositivo desde el que podemos hablar, trabajar, informarnos o divertirnos: ha de ser un almacén ingente e infrecuentado de fotos y vídeos. Incluso las noticias han conocido éxitos inusitados por encabezamientos del tipo “Las 10 razones que no sabías de alguna bobada”.

Los humanos hemos hallado el camino a la inmortalidad en la permanencia de vestigios mediocres e insustanciales de nuestro paso por el mundo y cualquier terror tecnológico que nos procure la celebridad entre pares, notoriedad tan simultánea como recurrente, sirve para enarbolar el autoproclamado derecho a ser egregios pese a no disponer de talento alguno que legar al futuro. Acaso por envidiar a los poetas, filósofos, científicos y artistas inmortales, o tal vez porque nos hemos convencido de que no necesitamos las neuronas para absolutamente nada relevante.

Renunciar a este derecho solo es viable desde la propia intimidad. Y desde luego, solo desde un meditado apartamiento. Quizá ahora me entiendan mejor… Pasen buen verano.

viernes, 21 de julio de 2017

Fresas de Irapuato

Los alrededores de esta hermosísima ciudad mexicana son de una blandura amorosa, tan verdes que parecen entresacados de una estampa de la campiña británica. La independencia de México se gestó en esta capital del estado de Guanajuato, pese a firmarse finalmente en la vecina Querétaro, también hermosa. Irapuato es un nudo central de las comunicaciones mexicanas y se nota. En la zona están asentadas cuatro importantes industrias automovilísticas niponas y los larguísimos convoyes de tren atraviesan la localidad con asiduidad. A diferencia de la Ciudad de México (o Distrito Federal, como se la conocía recientemente), el orden urbanístico jamás se ha desmoronado y por sus calles circulan los vehículos con tranquilidad y despreocupación. A tan solo tres horas por carretera de la capital del país, sorprende encontrarse con un mundo en apariencia tan poco mexicano: orden, limpieza, parsimonia…
Cuando me trasladan en camioneta (esos vehículos inmensos, de influencia yanqui, provistos de caja donde transportar enseres, pero tan potentes y cómodos por dentro que han devenido artículos de lujo) contemplo con arrobamiento los campos de maíz, fecundos, feraces, salpicados aquí y allá por invernaderos donde se cultivan fresas. Irapuato es la capital mundial de este producto, con permiso de los onubenses, pero ya apenas queda visible gloria alguna que dignifique tan egregia distinción, solo puestos de carretera, desvencijados y distraídos, donde por un par de euros puedes adquirir una bombona enorme de fresas con crema.
Como español, me resulta curioso que, de entre todos los temas de preocupación que convergen en las pláticas de los mexicanos, ninguno de ellos se refiera al desempleo. Las empresas muestran en sus puertas cartelones inmensos solicitando trabajadores y muchos de esos puestos quedan siempre por cubrir. No es el paro un motivo de desasosiego para nuestros hermanos mexicanos. Quizá por eso en todas partes, también aquí en la calmosa Irapuato, el dinamismo y la felicidad sea característica indeleble de las gentes y sus usanzas.
Estoy por finalizar mi prolongada estancia en este país, México, que no se descubre solo en Cancún. Magnífico hallazgo, ¿verdad? El interior está provisto de una belleza exquisita, quizá mucho más natural y franca que el entramado de resorts que sazona el antiguo territorio maya, aunque menos turística. Entiendo ahora mejor por qué nuestros antepasados venían para no querer regresar nunca…

viernes, 14 de julio de 2017

La línea de los dos mundos

Hay líneas quebradas en nuestro planeta que separan mundos distintos y cuyo origen se pierde en los sueños de la humanidad. Donde me encuentro, en Tijuana, en la capital fronteriza de la Baja California, comienza una de ellas. Es un trazo de acero que rompe los pedregosos montes e infecundos desiertos en derredor, para avanzar raudo hacia el Este. Dicen que el actual morador de la Casa Blanca quiere modificar este muro ya existente por uno de alta tecnología e impedir en mayor medida el caudal de personas que buscan y logran encontrar roturas en este desolado trazo separador.
Al otro lado, el mundo es distinto. Se llama San Diego y es una ciudad preciosa, moderna, tan distinta y avanzada respecta a esta de México que parece mentira que un solo trazo de acero sea capaz de tamaño contraste. Por supuesto, admiro y me gusta (mucho) el mundo del norte. Fácilmente querría venirme a vivir a él. En mis anteriores viajes a Estados Unidos jamás había sentido esta llamada tan rompiente. Será el influjo de California. Cuando visité San Francisco, hace ya muchos años, no disponía de un sentido crítico ciudadano tan aguzado. La tierra de las oportunidades, como la llaman sus habitantes, completa el sentido de la existencia de todo ser humano: prosperar, mejorar, vivir libremente…
También me gusta el mundo del sur. Me recuerda algo ya olvidado de mi niñez y juventud. Sus carencias suscitan ternura y solidaridad. Uno llega a pensar que las gentes del sur que se internan en el norte olvidan de inmediato de dónde vienen, porque el mundo del sur es tan distinto, tan brutalmente inferior (en arquitectura, en infraestructuras, en comportamiento, en respeto, en tráfico, en…), que parece lógico que uno se empeñe en querer nutrirse de los aires del norte para insuflarlos en ese sur de donde uno escapa. El caso es que el choque entre los dos mundos me tiene afectado.
Quizá todo sea cuestión de personalidad, de idiosincrasia, de elementos difíciles de entender como la resignación o la indiferencia, quizá todo se resuma en un humanismo conformista, tan afín a mis terruños de las Arribes del Duero (tan de pueblo, que diríamos) que me exacerba. Tengo deseos de gritarles: ¿acaso no veis, no oís, no sentís? El sueño está al otro lado del muro, ahí mismo, id y coged sus ideas, cambiadlo todo, romped la diferencia. Pero entonces me detengo. Porque ese mismo grito, de otra manera, es lo que debería gritarme a mí mismo en cuanto vuelva a España.

viernes, 7 de julio de 2017

Infraestructuras mexicanas

Les escribo desde Ciudad de México (CDMX), esto es, les escribo desde una urbe desorbitada donde viven, en toda la zona metropolitana, 25 millones de personas. Si han volado alguna vez hasta aquí, y han reparado en las ventanillas al aterrizar, habrán visto que el avión sobrevuela casas y avenidas durante los veinte minutos previos a tomar tierra, y que todo en derredor son casas y más casas, calles y avenidas, hasta las sierras que rodean el valle, totalmente sembrado de edificios.
Uno piensa que este nivel de densidad poblacional, que convierte a CDMX en la ingente aglomeración urbana que es, la mayor de todo el mundo hispanohablante, solo puede gestionarse mediante infraestructuras eficientes y bien desarrolladas. Pero no. Como suele suceder en prácticamente toda Latinoamérica, los sistemas de comunicaciones son un escollo continuo para la comodidad ciudadana y el desarrollo económico. No existe mantenimiento (las calles son un socavón continuado), el caos circulatorio es constante y los vehículos juegan a sortear obstáculos (baches, viandantes, otros vehículos…).
A lo largo de esta semana, y estando inmersos en la estación de lluvias, he visto cómo a diario las rutas viarias han quedado anegadas por el agua que se acumula y no drena por parte alguna, produciéndose atascos que váyase usted a reír de los que ha podido sufrir en Madrid, Bilbao o Barcelona. Cuando se pregunta a los conductores (taxis, Uber) acerca de la inexistencia de sistemas de drenaje, todos ellos se encogen de hombros y aluden a la corrupción gubernamental para justificar las involuciones. En las noticias se mencionan los estragos originados por las inundaciones, las cascadas, los ríos rápidos y el granizo. Pero en México la población se encuentra tan acostumbrada a la recurrencia de estos desastres que apenas se levanta la voz para demandar mejores servicios. Los políticos llevan 40 años proyectando obras faraónicas para paliar estos desastres, pero parece que se les sigue adelantando el cambio climático.
Quizá hayamos construido en España demasiadas autopistas, pero las infraestructuras no son solo las carreteras. Contemplo con desánimo la (nueva) merma en inversión en fomento y comparo nuestro confort con la denodada lucha del ciudadano mexicano para superar los obstáculos y el agua. Para mí la cuestión crucial es que ellos, los mexicanos, no se detuvieron. Nosotros tal vez sí lo hubiésemos hecho. No lo sé. Aquí parece todo tan dinámico…

sábado, 1 de julio de 2017

España en llamas

No solamente España. Toda la península. Una primavera seca. Un mes de junio cálido, anticipando la canícula (está por ver si el estío acaba siendo riguroso). En las Arribes del Duero, el pantano de Almendra, de donde beben los pueblos de la comarca, aparece inusualmente bajo. Las marcas del agua quedan muy lejos de la línea actual de flotación del embalse. Sigue siendo mucha agua almacenada. La pregunta es: ¿y si no llueve en años?

En Portugal hay bosques por doquier. Al norte, en el parque nacional de la Peneda, en la frontera orensana de Entrimo, en el Xurés, los incendios han dejado su rastro selenítico en los montes donde acostumbraban a crecer vertiginosos los pinos. Los lugareños se llevan las manos a la cabeza contemplando las vastas extensiones de pinares completamente calcinados, algunos a pie de aldea. Yo les digo que los helechos y el bajo monte ya verdean. En una década los pinos fructificarán hasta alcanzar las alturas acostumbradas. Para entonces, los adolescentes ya estarán maduros y nuevas crianzas correrán los patios solitarios de las aldeas gallegas. Mientras tanto, proseguirán las orugas mecánicas destrozando las carreteras curvilíneas y neumáticas del parque, arrancando los pinos requemados y cortando sus troncos para alimentar a la industria maderera. Pero claro, los fuegos siempre son intencionados por otros o producto de un cristal mal ubicado. Pocas veces las ganancias son tan reditosas.

Al sur, lejos de donde me encuentro, los paisajes onubenses se cubren de una nieve extraña, cenicienta, sucia y polvorosa. Las llamas acaban de asolar inmensas extensiones de paisaje atlántico conectado por un fino hilo quebradizo con el mar que antaño denominaron como nuestro. Y las noticias esparcen llamaradas por el litoral levantino y también por las zonas centrales. Las ecpirosis se suceden, acostumbradas, al ritmo de las canciones del verano. Dicen que despacito. Yo digo que de modo estúpido y desacostumbrado.

Hace miles de años, cuando el ser humano aún no se había convertido en el virus actual que asola la naturaleza por todas partes, a causa de su desarrollo imparable y su turismo ensordecedor y su egoísmo acomodaticio y autárquico, los incendios causaban daños necesarios en una naturaleza enseñada a regularse a sí misma. Ahora le echamos la culpa al cambio climático. Linda ironía: si lo provocamos los humanos, ¿por qué no decir que somos nosotros los culpables de que las llamas luchen por acabar con nosotros?