¿Otro viernes hablando de Cataluña? ¿Y la agresión que ayer
sufrió un profesor por parte de una madre? ¿O la enésima muerte de una mujer en
manos de su pareja? ¿Y la subida del gasóleo? Hay muchas noticias que merecen
nuestra atención, pero, ha pasado otra semana y seguimos en las mismas vísperas
que ayer y el mes pasado. Esto es más largo que leer la “Didascalia apostolorum”: no hay día sin un nuevo acontecimiento.
Han logrado que no prestemos atención a lo que sucede en nuestra ciudad, barrio
o edificio. Aunque debería matizar: han logrado que no deseemos prestar
atención… porque si nos fijamos con cuidado, la vida alrededor continúa tan
feliz o desdichada como si ellos (los protagonistas de esta historia mendaz) no
existieran.
He pasado la mayor parte de esta semana en las Canarias,
tratando de convencer a quien quiso escucharme de cómo puede enfrentarse la
sociedad a la corrosión. En Las Palmas vi gente de toda procedencia y edad
paseándose por Las Canteras como si tal cosa: no hallé en ningún momento
contradicción alguna con años anteriores que indujese a pensar que la cuestión
catalana estaba influyendo. Y algo parecido me sucedió hace días en Mallorca.
Mas, pese a esta normalidad, he de confesar que lo de
Cataluña me sigue sorbiendo el seso. Lo peor no es el entretenimiento mental
que procura, sino la lástima infinita que me inspira para con quienes la viven
desde dentro, absortos e impotentes. Dicen que la sociedad civil no independentista
también habla, aunque no se le preste tanta atención, pero en Barcelona lo que
más contemplé fueron gentes que permanecen calladas, preocupadas, absortas en
el devenir de los acontecimientos, entristecidas porque la furia nacionalista
ha convertido la tierra donde nacieron (o a la que emigraron) en un infierno de
tensión y griteríos contra un país (España) que, en puridad, adora Barcelona y
Cataluña.
Ya sabemos que enfrente hay un Gobierno cobarde, dubitativo, indolente. Y
alrededor una recua de partidos absurdamente ambivalentes que se debaten entre
odiar al PP o aplaudir los escraches de los exaltados independentistas, no se
vayan a quedar sin un importante caladero de votantes. Pero no son los
culpables. Eso lo niego. Lo es la idea egoísta y cerril de creerse distinto y
mejor por haber crecido en el patio de una casa, nada particular, y que está
produciendo aquí y ahora las mismas convulsiones que ya produjese en un siglo
XX del que no parece que hayamos aprendido gran cosa.