viernes, 27 de octubre de 2017

Otra semana más

¿Otro viernes hablando de Cataluña? ¿Y la agresión que ayer sufrió un profesor por parte de una madre? ¿O la enésima muerte de una mujer en manos de su pareja? ¿Y la subida del gasóleo? Hay muchas noticias que merecen nuestra atención, pero, ha pasado otra semana y seguimos en las mismas vísperas que ayer y el mes pasado. Esto es más largo que leer la “Didascalia apostolorum”: no hay día sin un nuevo acontecimiento. Han logrado que no prestemos atención a lo que sucede en nuestra ciudad, barrio o edificio. Aunque debería matizar: han logrado que no deseemos prestar atención… porque si nos fijamos con cuidado, la vida alrededor continúa tan feliz o desdichada como si ellos (los protagonistas de esta historia mendaz) no existieran.
He pasado la mayor parte de esta semana en las Canarias, tratando de convencer a quien quiso escucharme de cómo puede enfrentarse la sociedad a la corrosión. En Las Palmas vi gente de toda procedencia y edad paseándose por Las Canteras como si tal cosa: no hallé en ningún momento contradicción alguna con años anteriores que indujese a pensar que la cuestión catalana estaba influyendo. Y algo parecido me sucedió hace días en Mallorca.
Mas, pese a esta normalidad, he de confesar que lo de Cataluña me sigue sorbiendo el seso. Lo peor no es el entretenimiento mental que procura, sino la lástima infinita que me inspira para con quienes la viven desde dentro, absortos e impotentes. Dicen que la sociedad civil no independentista también habla, aunque no se le preste tanta atención, pero en Barcelona lo que más contemplé fueron gentes que permanecen calladas, preocupadas, absortas en el devenir de los acontecimientos, entristecidas porque la furia nacionalista ha convertido la tierra donde nacieron (o a la que emigraron) en un infierno de tensión y griteríos contra un país (España) que, en puridad, adora Barcelona y Cataluña.
Ya sabemos que enfrente hay un Gobierno cobarde, dubitativo, indolente. Y alrededor una recua de partidos absurdamente ambivalentes que se debaten entre odiar al PP o aplaudir los escraches de los exaltados independentistas, no se vayan a quedar sin un importante caladero de votantes. Pero no son los culpables. Eso lo niego. Lo es la idea egoísta y cerril de creerse distinto y mejor por haber crecido en el patio de una casa, nada particular, y que está produciendo aquí y ahora las mismas convulsiones que ya produjese en un siglo XX del que no parece que hayamos aprendido gran cosa.

viernes, 20 de octubre de 2017

31 veces 5

En Cataluña ha llegado la hora de las cuestiones prácticas. La dialéctica ya no importa. En realidad, ¿cuándo importó? Los independentistas aseguran que su revolución es apoyada mayoritariamente en la propia Cataluña y en todo el amplio espectro internacional. Todo ha de concluir, por tanto, en la tan cacareada República Catalana. Pura lógica. Si han prestado atención a la propaganda más reciente, el discurso se dirige a representar la respuesta del estado español como un hachazo dictatorial sin contemplaciones: cargas policiales, represión, alienación del derecho a votar y a ser independientes... Cataluña representa los valores europeos. España, claro está, es otra cosa. El problema es que tienen quien les escuche, pero muy pocos que les respondan.
Parece una vulgar astracanada, pero la obstinación en el absurdo ha acabado desfigurando la realidad en ambas orillas. Que Moncloa aluda al borrón y cuenta nueva en caso de que se convoquen elecciones anticipadas es una manera muy poco sutil, y desde luego nada egregia, de asegurar que no existe control alguno del Gobierno en Cataluña. ¿No les hemos llamado golpistas? ¿No han subvertido de arriba abajo la presencia (y el presupuesto) del Estado y de su propio Estatut y Parlament con tal de llevar adelante las delirantes maquinaciones que emergen de sus meninges? ¿Por qué se concede cancha política dentro de un marco constitucional a quienes lo han despreciado y pisoteado para imponer el suyo propio?
Un Gobierno que no piensa en sanear y democratizar las propias instituciones estatales, para devolverlas del actual descontrol (Mossos, TV3, la propia administración catalana, por descontado la educación) a un orden constitucional, de igualdad de oportunidades para todos los partidos y para todos los ciudadanos, es básicamente un Gobierno temeroso, apocado y cobarde. ¡Como el ínclito monclovita! Pero lo de Cataluña no se arregla con dos discursitos en el Parlamento. Es tanta la desolación que ha causado la supremacía nacionalista que creyó, finalmente, poder recoger lo sembrado por décadas de monstruosa ingeniería social que no habrá más remedio que emplear tiempo, esfuerzo, talento y dinero para recomponer el panorama tras la batalla.
La única benignidad (si puede decirse así) de los independentistas es haber esparcido antorchas por los oscuros andurriales que controlaban con holgura. Si hubieran seguido con el juego constitucional, hubiesen seguido menajando el cotarro in aeternum.

viernes, 13 de octubre de 2017

Pilares tristes

Tenía siete años cuando mi abuelo materno falleció un 12 de octubre. En Zaragoza eran fiestas y nos habíamos venido al pueblo unos días antes. Aquella noche mis hermanos y yo dormimos en casa de mis tíos. Llovía a mares. Cuando bajamos a casa, atravesando el pueblo por la calle que cruza la plaza de arriba abajo, pisoteando barro y charcos y suciedad de animales, mi tía nos dijo que nuestro abuelo estaba durmiendo. Cuando llegamos encontramos un montón de gente apostada en el porche, el vestíbulo y todas las habitaciones del piso inferior de la casa. El burro y las vacas pacían en las pesebreras del corral. Mi primo los atendía y echaba de comer.
Yo no entendía nada ni sentía pena. Veía llorar a mi madre, a mis tías, por supuesto que a mi abuela también, pero no descubría en mi interior causa que me hiciese compartir toda aquella tristeza. Mi abuelo era un señor mayor que se había pasado los dos últimos años enfermo. Estar encerrado con tanta gente, que no dejaba de rezar el rosario y murmurar, sin hacernos caso a mis hermanos o a mí, me aburría. De tanto en cuando, bajaba a hablarle al burro y a acariciarle las orejotas. No dejaba de llover y hacía frío. Pero aquel momento parecía importante y yo me sentía absorto: presenciaba algo que no comprendía bien, pero que debía tener su importancia. Mi abuela lloró amargamente, como nunca he vuelto a contemplar, en el momento de cerrar el féretro. Había acabado queriendo al hombre con quien la obligaron a desposar siendo casi niña.
Mi abuelo fue enterrado aquella tarde lluviosa del 12 de octubre de 1976. Fue el primero de la familia materna en quedar sepultado bajo las pedregosas tierras del camposanto del pueblo. Después lo harían todos los demás hasta desaparecer la familia poco a poco. Mi abuelo paterno, un catalán emigrado a Salamanca, había fallecido años antes, en 1970, y enterrado en la capital, pero de él jamás he recordado nada que no fuese el apellido o algunas fotos. Es curioso, mis raíces maternas han sido más profundas y han larvado con más tesón mi personalidad, pero lo que prevalece ante la sociedad civil es mi primer apellido, el de mi abuelo paterno y el de mi padre, quien por cierto yace enterrado aquí en mi pueblo, acompañando a su familia política, desde hace cuatro años, también por estas fechas.
El día del Pilar es de amargos recuerdos. Los de la vida. Los que necesito para entender las cosas que sí son importantes. Creo que ayer hubo ruido en España. Pero no me importó.

viernes, 6 de octubre de 2017

Revoluciones

He debido vivir esta semana en una Barcelona alternativa a la aparecida en la prensa. Cada día, de Sants a la Fira en Hospitalet (agradable paseo de 40 minutos), solo he presenciado normalidad: gentes haciendo sus cosas. Los colegas catalanes no dejaban de hablar de una Cataluña en llamas a causa de la violencia policial ejercida el domingo de las votaciones. Todos se referían a esos miles de heridos que, inexplicablemente, no han aparecido por ninguna parte para reconocer sottovoce que, en los aledaños del Nou Camp, cuando hay partido, se reparten muchas más hostias y en solo diez minutos. Yo no dejaba de pensar que se estaba informando exactamente aquello que Junqueras y los iluminados de la sedición habían pronosticado: el Estado es represor y ellos los únicos garantes de la libertad y el respeto.
En este país, cada vez que alguien sueña con la independencia, lo hace en aras de la democracia, nunca de las leyes. Tanto lo repiten que lo acabamos creyendo hasta que, en clara dejación de responsabilidades ciudadanas, somos incapaces de distinguir entre la autodeterminación de los pueblos y las negociaciones del convenio colectivo. Nos basta con vivir en paz, es decir: salir a comprar a los centros comerciales y poner musiquita mientras conducimos hacia el trabajo. Lo llamamos (algunos) relativismo, pero no es otra cosa que vulgar y ramplona comodidad. Nos espanta ver en peligro el confort de nuestras vidas, pero solo tenemos el silencio por respuesta ante cualquier afrenta. Solo así me explico que dejemos hacer a quienes se declaran en posesión de la verdad sobre el destino del pueblo, contra el capitalismo, el Estado y a favor de una distinta y evidente. Como salimos a la calle a pasear, no a vociferar eslóganes ni a enfrentarnos con nadie, nuestros principios han devenido vaporosos y grasos y ni la locura advertimos cuando llama a la puerta.
Por eso vi normalidad en Barcelona estos días. Porque el común de las gentes se limita a esperar con indiferencia o cobardía (caso del extraño inquilino de la Moncloa). Y mientras esperan, mozalbetes sin sesera y politicastros de tres al cuarto han llevado su canción salvífica a tal extremo que ahora ya no sabemos qué decir o qué hacer para parar este monstruo. Es el independentismo, esa connivencia extraña entre quienes sienten profundamente su tierra y quienes, a la izquierda del comunismo, solo desean derrocar al Estado para imponer la santa voluntad que les nace de los collons.