En Cataluña ha llegado la hora de las cuestiones prácticas.
La dialéctica ya no importa. En realidad, ¿cuándo importó? Los independentistas
aseguran que su revolución es apoyada mayoritariamente en la propia Cataluña y en
todo el amplio espectro internacional. Todo ha de concluir, por tanto, en la
tan cacareada República Catalana. Pura lógica. Si han prestado atención a la
propaganda más reciente, el discurso se dirige a representar la respuesta del
estado español como un hachazo dictatorial sin contemplaciones: cargas
policiales, represión, alienación del derecho a votar y a ser independientes...
Cataluña representa los valores europeos. España, claro está, es otra cosa. El
problema es que tienen quien les escuche, pero muy pocos que les respondan.
Parece una vulgar astracanada, pero la obstinación en el
absurdo ha acabado desfigurando la realidad en ambas orillas. Que Moncloa aluda
al borrón y cuenta nueva en caso de que se convoquen elecciones anticipadas es
una manera muy poco sutil, y desde luego nada egregia, de asegurar que no existe
control alguno del Gobierno en Cataluña. ¿No les hemos llamado golpistas? ¿No
han subvertido de arriba abajo la presencia (y el presupuesto) del Estado y de
su propio Estatut y Parlament con tal de llevar adelante las delirantes
maquinaciones que emergen de sus meninges? ¿Por qué se concede cancha política
dentro de un marco constitucional a quienes lo han despreciado y pisoteado para
imponer el suyo propio?
Un Gobierno que no piensa en sanear y democratizar las
propias instituciones estatales, para devolverlas del actual descontrol
(Mossos, TV3, la propia administración catalana, por descontado la educación) a
un orden constitucional, de igualdad de oportunidades para todos los partidos y
para todos los ciudadanos, es básicamente un Gobierno temeroso, apocado y
cobarde. ¡Como el ínclito monclovita! Pero lo de Cataluña no se arregla con dos
discursitos en el Parlamento. Es tanta la desolación que ha causado la
supremacía nacionalista que creyó, finalmente, poder recoger lo sembrado por décadas
de monstruosa ingeniería social que no habrá más remedio que emplear tiempo, esfuerzo,
talento y dinero para recomponer el panorama tras la batalla.
La única benignidad (si puede decirse así) de los independentistas es
haber esparcido antorchas por los oscuros andurriales que controlaban con
holgura. Si hubieran seguido con el juego constitucional, hubiesen seguido menajando
el cotarro in aeternum.