viernes, 6 de octubre de 2017

Revoluciones

He debido vivir esta semana en una Barcelona alternativa a la aparecida en la prensa. Cada día, de Sants a la Fira en Hospitalet (agradable paseo de 40 minutos), solo he presenciado normalidad: gentes haciendo sus cosas. Los colegas catalanes no dejaban de hablar de una Cataluña en llamas a causa de la violencia policial ejercida el domingo de las votaciones. Todos se referían a esos miles de heridos que, inexplicablemente, no han aparecido por ninguna parte para reconocer sottovoce que, en los aledaños del Nou Camp, cuando hay partido, se reparten muchas más hostias y en solo diez minutos. Yo no dejaba de pensar que se estaba informando exactamente aquello que Junqueras y los iluminados de la sedición habían pronosticado: el Estado es represor y ellos los únicos garantes de la libertad y el respeto.
En este país, cada vez que alguien sueña con la independencia, lo hace en aras de la democracia, nunca de las leyes. Tanto lo repiten que lo acabamos creyendo hasta que, en clara dejación de responsabilidades ciudadanas, somos incapaces de distinguir entre la autodeterminación de los pueblos y las negociaciones del convenio colectivo. Nos basta con vivir en paz, es decir: salir a comprar a los centros comerciales y poner musiquita mientras conducimos hacia el trabajo. Lo llamamos (algunos) relativismo, pero no es otra cosa que vulgar y ramplona comodidad. Nos espanta ver en peligro el confort de nuestras vidas, pero solo tenemos el silencio por respuesta ante cualquier afrenta. Solo así me explico que dejemos hacer a quienes se declaran en posesión de la verdad sobre el destino del pueblo, contra el capitalismo, el Estado y a favor de una distinta y evidente. Como salimos a la calle a pasear, no a vociferar eslóganes ni a enfrentarnos con nadie, nuestros principios han devenido vaporosos y grasos y ni la locura advertimos cuando llama a la puerta.
Por eso vi normalidad en Barcelona estos días. Porque el común de las gentes se limita a esperar con indiferencia o cobardía (caso del extraño inquilino de la Moncloa). Y mientras esperan, mozalbetes sin sesera y politicastros de tres al cuarto han llevado su canción salvífica a tal extremo que ahora ya no sabemos qué decir o qué hacer para parar este monstruo. Es el independentismo, esa connivencia extraña entre quienes sienten profundamente su tierra y quienes, a la izquierda del comunismo, solo desean derrocar al Estado para imponer la santa voluntad que les nace de los collons.