He debido vivir esta semana en una Barcelona alternativa a
la aparecida en la prensa. Cada día, de Sants a la Fira en Hospitalet
(agradable paseo de 40 minutos), solo he presenciado normalidad: gentes
haciendo sus cosas. Los colegas catalanes no dejaban de hablar de una Cataluña
en llamas a causa de la violencia policial ejercida el domingo de las
votaciones. Todos se referían a esos miles de heridos que, inexplicablemente,
no han aparecido por ninguna parte para reconocer sottovoce que, en los aledaños del Nou Camp, cuando hay partido, se
reparten muchas más hostias y en solo diez minutos. Yo no dejaba de pensar que
se estaba informando exactamente aquello que Junqueras y los iluminados de la
sedición habían pronosticado: el Estado es represor y ellos los únicos garantes
de la libertad y el respeto.
En este país, cada vez que alguien sueña con la
independencia, lo hace en aras de la democracia, nunca de las leyes. Tanto lo
repiten que lo acabamos creyendo hasta que, en clara dejación de
responsabilidades ciudadanas, somos incapaces de distinguir entre la
autodeterminación de los pueblos y las negociaciones del convenio colectivo.
Nos basta con vivir en paz, es decir: salir a comprar a los centros comerciales
y poner musiquita mientras conducimos hacia el trabajo. Lo llamamos (algunos)
relativismo, pero no es otra cosa que vulgar y ramplona comodidad. Nos espanta
ver en peligro el confort de nuestras vidas, pero solo tenemos el silencio por respuesta
ante cualquier afrenta. Solo así me explico que dejemos hacer a quienes se declaran
en posesión de la verdad sobre el destino del pueblo, contra el capitalismo, el
Estado y a favor de una distinta y evidente. Como salimos a la calle a pasear,
no a vociferar eslóganes ni a enfrentarnos con nadie, nuestros principios han
devenido vaporosos y grasos y ni la locura advertimos cuando llama a la puerta.
Por eso vi normalidad en Barcelona estos días. Porque el común de las
gentes se limita a esperar con indiferencia o cobardía (caso del extraño
inquilino de la Moncloa). Y mientras esperan, mozalbetes sin sesera y
politicastros de tres al cuarto han llevado su canción salvífica a tal extremo
que ahora ya no sabemos qué decir o qué hacer para parar este monstruo. Es el independentismo,
esa connivencia extraña entre quienes sienten profundamente su tierra y quienes,
a la izquierda del comunismo, solo desean derrocar al Estado para imponer la
santa voluntad que les nace de los collons.