El 24 de diciembre de 1968, William Anders tomó una hermosa
fotografía de nuestro planeta desde el Apolo 8. La tituló “Salida de la Tierra
(Earthrise)”. Seguro que la han visto muchas veces, aunque ahora no la
recuerden. Muestra la media canica azul planetaria resaltando en la perpetua
noche negra del universo recortado por un pequeño horizonte lunar. Es con probabilidad uno de los más hermosos regalos
de Navidad que se haya entregado a la humanidad. Sin embargo, pese a ello,
muchos creen que la Tierra es plana y que la redondez de nuestro planeta, lejos
de una consideración gravitatoria, no es sino un inmenso complot de la NASA y
unos cuantos más. Como suele suceder con casi todas las opiniones extremas, los
“planistas” no son demasiados, pero, en ocasiones, se dejan oír más de lo
aconsejable.
No fue la Iglesia, como tantos creen, la causa del delirio
de la tierra plana, sino un puñado de escritores antirreligiosos del XIX quienes
trataron de tergiversar la Historia para hacer creer que desde Roma se
adoptaban posturas anticientíficas, especialmente sobre evolución humana. La
estrategia era simple y contundente: “estos cristianos cretinos se niegan a
creer la redondez de la Tierra lo mismo que niegan la evolución de Darwin”. Al
fin y al cabo, el ciudadano medio posiblemente ignore o haya olvidado que
durante miles de años los eruditos de toda civilización han sabido (y
demostrado) que la Tierra es una canica, al igual que Papas y teólogos
de toda condición. Miente, que algo queda.
Hoy en día contemplamos este tipo de falacias lógicas y
argumentales, tan descaradas y manipuladoras como la antes referida, en casi
todas las noticias que diariamente se emiten, por no hablar de las conversaciones
en la calle. Son, precisamente, los mensajes más radicales y excesivos aquellos
que influyen más en la opinión pública, toda vez que hemos acabado por
construir una sociedad que no se caracteriza por su profundidad cultural sino
la rapidez de los tuits y el odio esputado en cada comentario.
Da igual lo que uno crea o piense, la religión que se
profese o el orden moral que uno prefiera. Al otro lado siempre hay alguien
entregado a la innoble causa de la manipulación y el insulto, rodeado de una legión
de acólitos y conversos con proclividad suficiente para aplaudir aquello que
los primeros digan, así sea la planitud de la Tierra o la culpabilidad de los
emigrantes de todos los males que nos quejan. Incluida la incultura.