Llevaba
unos días mascullando la noticia del Ministerio de la Soledad en Gran Bretaña.
Por motivos de salud pública se ha creado, eso dicen: los episodios de soledad
crónica conllevan riesgos afines al tabaquismo o la diabetes. Aunque no deja de
ser incongruente que, en un país donde los políticos encuentran sobrados
motivos para recortar en el bienestar de sus gentes, de repente les preocupe
que los vecinos no presten la debida atención a Eleanor Rigby, quien sigue
sentada con el rostro borroso en un banco de Stanley Street, en Liverpool.
Uno
de mis primeros poemas de juventud llevaba por título la palabra que encabeza
esta columna, más productiva que su sinónima, y un tanto cérvida, “loneliness”.
En mi rozagante poética de inmadurez, los verdes prados y la evocación del
terruño ejercían en mí notable influencia que, no obstante, nunca he
satisfecho. Ni por asomo pretendía poetizar sobre los desastres que inflige la
incomunicación al alma humana cuando desespera por compañía. Ahora que ya no
compongo versos, ni buenos ni malos, me limito a contemplar, como espectador
pasivo, cuán abrumador es el avance de la soledad en el fuero interno de las
personas, no así en el externo, y en no pocas ocasiones concluyo que es la
propia vida que elegimos vivir los humanos la causa última de la devastadora
soledad que a tantos golpea, especialmente por no haber sabido construir
herramientas intelectuales efectivas. Consejos vendo.
Ignoro
en qué medida un ministerio dedicado a este asunto puede paliar los efectos de
un mal que afecta a varios millones de personas en el mundo, de acuerdo a las
noticias. Nadie enseña a eso que antaño se llamaba vivir la vida bien vivida y
que no solo se refiere a cuanto cantaba Anacreonte en sus poemas, aunque
también. En mi pueblo, los hijos abandonan a sus padres ancianos en las
residencias para no tener que hacer frente a una responsabilidad que el mundo
reclama con la boca pequeña y niega con la grande. Que un anciano muera sin que
nadie lo sepa puede parecer dramático, pero no lo considero un riesgo para la
salud pública ni tampoco un asunto de Estado. Es más bien un asunto de familia,
esa entidad que va desapareciendo a marchas forzadas en nuestros países
etiquetados como “desarrollados”.
Decía
un ancestro mío que yendo uno solo y estando a gusto con su presencia es como
mejor se va. Yo pienso recorrer ese camino a solas, en apartamiento y
distancia, y si muero solo o no, será cuestión solo mía.