viernes, 30 de marzo de 2018

Reseña de santidad

En Betania, María compra un perfume costoso y por ello Judas la reprende, cuestionando el despilfarro porque es preferible dar ese dinero a los pobres. Cristo, proféticamente, justifica el gasto porque él no siempre estará en el mundo. Yo jamás comprendí este pasaje, que se lee durante la celebración del lunes santo. Según Juan, es posterior a la entrada en Jerusalén, conmemorada un día antes. Lucas no menciona este episodio que, lux et veritas, cuestiona la monumental bronca de Cristo a los mercaderes en el templo.
Siempre preferí el martes santo. Jesús, de nuevo proféticamente, anticipa la traición de Judas y las tres negaciones de Pedro y, según Juan, al ser requerido para identificar al traidor, responde con la artimaña del ofrecimiento del pan mojado (en Mateo, en cambio, se trata de meter la mano en el plato).  En todos los casos es Judas Iscariote, hijo de Simón, quien resuelve el enigma. Yo jamás reprendí al pobre Judas, mucha más traición fue la de Pedro, sobre quien fue fundada la iglesia por Cristo momentos antes de expirar: los pilares de nuestra cultura occidental se cimientan en la moral de un cobarde.
La eucaristía del miércoles santo aporta la versión de Mateo de la historia arriba reseñada. Y ahí aparecen las 30 piezas de plata más infames de la historia, que algunos políticos actuales convierten, tal vez por desconocimiento, en 155 de oro. Inefable que es la cultura de nuestros próceres…
El Triduo Pascual inicia en jueves santo, donde solo Juan menciona el célebre lavatorio de pies, al que Pedro, puntal de la iglesia, se niega inicialmente para acabar pidiendo que el mesías le lave también las manos y la cabeza, al uso musulmán que se impondría en Oriente Próximo unos cuantos siglos más tarde. La sobriedad solemne de la liturgia anticipa el encarcelamiento y juicio de Jesús. Ya no vuelven a sonar las campanas hasta el domingo.  
El viernes santo, piedra central del Triduo, siempre me pareció emocionante y muy interesante en sus detalles. Marcos muestra a los discípulos como seres endebles y frágiles en extremo. Mateo, judío que habla a judíos, es quien más mayor insistencia relata la traición de Judas e incluso describe su muerte. Lucas muestra a un Jesús misericordioso en su pasión. Pero Juan, quien omite el beso de Judas o los escarnios al pie de la cruz, ofrece al Cristo la majestuosidad inherente y se interesa por las escenas del “Ecce homo” y del “Ecce rex vester”.
Léanlo. Hoy es viernes santo.

sábado, 24 de marzo de 2018

Datos voladores


Que los datos personales vienen y van, vuelan alto o bajo, o se cambian por cromos de los Vengadores, no queda duda. El modelo de negocio de Facebook y otras redes sociales es raro, muy raro: no cobran nada por estar ahí, ofrecen juegos y almacenamiento de fotos o vídeos, no venden coches ni casas ni batidoras (solo videojuegos, poco más), y lo único que piden a cambio es soportar las toneladas de indigesta publicidad con el que viene trufado el asunto. Y pese a ello, estas empresas tienen un valor cifrado en muchos miles de millones de dólares, como si se tratase del productor de aire atmosférico respirable. Por supuesto, admito que mi lúgubre y un tanto maltrecha mente no sea capaz de atinar con el quid de la cuestión, pero al hilo de las últimas revelaciones la cosa va tomando fundamento, que diría don Karlos.
Hace ya muchos meses que Facebook me eliminó, ignoro el motivo, haciéndome el favor inmenso de no tener que pensar mucho en la manera eficiente de quitarme de en medio. Y desde entonces, tras barrer todo cuanto a redes sociales pudiera sonar en mi vida, carezco de eso que todo el mundo sigue usando. Y soy infinitamente feliz. Como tampoco vivo en Estados Unidos ni tuve que decidir si era mejor votar a Trump o a Hillary, me quedé fuera de la controversia de los datos personales que tanto ha azorado a las gentes honradas de este mundo que defienden a capa y espada la ontológica necesidad de aparecer en el escaparate digital de las bobadas personales. Lo del whatsapp sí lo uso, básicamente lo juzgo un último reducto por motivos de practicidad, y aunque tentado estoy de mandarlo igualmente a tomar viento fresco, dentro de mí hay un forcejeo escéptico y nada librepensador que me conmina a seguir manteniéndolo. Pero cualquier día impongo orden y a la porra con todo.
Es feo este mundo del siglo XXI con todas estas gigantescas corporaciones Tyrell tratando de apacentar al ganado humano en los ingentes pasturajes de su poder e influencia. Como fea es la docilidad con que nosotros, ovejitas mansas y lerdas, nos regocijamos cuando nos colocan un numerito en la frente y nos declaran aptos para la existencia moderna, siempre interconectada, porque en esta vida de lo que se trata es de divertirse y nada más (pensamos). Esto de los datos voladores sí identificados no es asunto baladí. A mí me da lo mismo, total, “pulvis es et in pulverem reverteris”, pero no deja de ser una señal del absurdo mundo que estamos construyendo.

jueves, 15 de marzo de 2018

Los dos últimos años de una vida


Ignoro las sensaciones que ocupan la mente humana cuando, por el motivo o circunstancia que sea, se despeja la incertidumbre sobre el momento de la propia muerte, dando paso a un acotamiento más o menos preciso. Más, en el caso de los sentenciados a muerte. Menos, en el de los desahuciados por la medicina. Y digo que las ignoro porque me resulta absolutamente imposible dilucidar a qué eventualidad terrible e inquietante puede un ser vivo aferrarse para sentir el impulso de seguir viviendo como si el mañana se reprodujese para siempre, que es lo que pensamos todos los demás al acostarnos.
Al que ha sido considerado como mejor físico de los últimos tiempos, Stephen Hawking, recientemente fallecido, le pronosticaron dos años de vida y los aprovechó en un exceso a todas luces relativista, estirándolos hasta el medio siglo. A mí, que nunca me ha interesado demasiado la física teórica (por incapacidad intelectual y porque pienso que ofrece innumerables teorías que jamás podrán ser comprobadas o falsadas), las particularidades de su discapacidad, su verbo ágil y agudo, la proverbial exhibición de inteligencia y cultura que reflejaba en cada manifestación pública, y sobre todo la manera elemental de entender la vida con la naturalidad que la propia vida concede, me atrajeron mucho más que sus importantes contribuciones científicas. Al fin y al cabo, ¿qué somos cuando dejamos de existir, cuando ya no estamos? Un recuerdo perecedero, un afecto extinto, acaso una semblanza bibliográfica o un cúmulo de mitos y leyendas (tanto a favor como en contra). Salvo en su caso.
De Stephen Hawking se hablará en las redes y en los medios por un tiempo, se celebrarán aniversarios, le leerá el exiguo ingente de personas entusiasmadas por resolver los misterios del Universo, y cuando sus descendientes próximos vayan dejando la vida, su calor humano quedará definitivamente extinguido. Pero ninguno de nosotros, ni ustedes ni yo tampoco, le reconoceremos por habernos ayudado a solventar la difícil pregunta de cómo se puede vivir con el cronómetro descontando segundos a cada instante, aunque sí que nos mostró que con dos años de existencia futura se puede desplegar un colosal vademécum científico y humano más allá de lo alcanzable por nuestras mediocres existencias. Y no siendo ninguno de nosotros tan conspicuos, mucho me temo que recaerá en nuestro desánimo el lamento de no poder materializar en lo que nos reste de vida algo tan sublime y egregio.

jueves, 8 de marzo de 2018

Carnitas de Irapuato

México sigue siendo ruidoso. Los camiones, mastodontes con ruedas y prominentes probóscides, llevan los escapes trucados y, al reducir de marcha, suenan como las trompetas en Jericó. Durante el día puede ser divertido, a las cinco de la mañana no tiene ninguna gracia. Ninguna.
Hace calor. El periodo invernal dura lo que un suspiro y el buen tiempo llega para cubrirlo todo de sensualidad y hermosura. En la región de Guanajuato el mes de marzo más parece un agradable julio peninsular que las postrimerías del invierno. Los cielos, al atardecer, se colorean con tibieza colorada y grasa, igual que una convalecencia. No puede extrañar la amabilidad de estas gentes. Viven con humildad y rodeados de civismo y pasión por la vida. Las noticias del México más peligroso y ruin parecen extraídas de una mala pesadilla.
Cuando arribo a la fábrica a la que he de acudir, todos sonríen con indisimulada amabilidad. Uno no se cansa nunca de recibir los buenos días tal y como los saludan aquí. En España, la mayoría de las veces mascullamos un gruñido que quiere parecer educado, sin lograrlo. Hoy toca festejar un cumpleaños a media mañana. Hay tres trabajadores que han cumplido un febrero más este año y, como es costumbre, las celebraciones se aúnan para el primer viernes del mes siguiente. El convite es de tacos, colas y un estupendo pastel de crema de piña. Antes de empezar, cantan las mañanitas (que cantaba el Rey David). Les pregunto por el clásico cumpleaños feliz. Inexistente.
Había regresado de Arabia con unos cuantos kilos menos y aquí los recupero demasiado pronto. La gastronomía mexicana es excelente y los nativos gustan de agasajar al invitado. Las infraestructuras siguen demoradas en el pasado, pero se encuentran restaurantes y plazas comerciales como de lo mejorcito de Europa. Les pregunto por sus carreteras, los conductos subterráneos, el ferrocarril y todo cuanto me place preguntar. Siempre me responden con resignada sonrisa. Al fin y al cabo, este es su país y a él están acostumbrados. Por supuesto, han sufrido sucesivos gobiernos de ladrones. Como en todas partes, respondo.
Hoy el dueño me invitó a un chiringuito cutre a comer carnitas: trozos variados de carne asada en olla de cobre. Exquisito. El domingo estuvimos en Guanajuato, Patrimonio de la Humanidad. Lo recordaba atestado de gente en julio. Esta vez, temporada baja, me ha parecido uno de los pocos lugares del mundo capaces de dejarme sin palabras. Vengan a verlo.

viernes, 2 de marzo de 2018

Caridad sin fronteras

Cuando aún veía la televisión, no eran infrecuentes los anuncios que invitaban a apadrinar a un niño o a combatir la devastación producida por algún fenómeno natural en alguna parte recóndita del ancho mundo. La idea parecía excelente, un poco más audaz que las postales navideñas de Unicef o de los artistas discapacitados. Supongo que estos anuncios todavía existen, y si no tales, algunos otros. Al fin y al cabo, la miseria no se erradica nunca y los volcanes y los sismos hacen acto de presencia sin interesarse por los destinos humanos.
No es de extrañar que, siendo yo más joven, y mucho menos viajado por el mundo, entendiese la caridad como algo inevitable en el destino del ser humano que nace más afortunado que el resto y, por tanto, obligado a sofocar sus remordimientos con pequeñas acciones que individualmente no supongan nada, pero colectivamente mucho. Más tarde, cuando he tenido oportunidad de visitar algunos de esos lugares paupérrimos, como las selvas peruanas, donde se destinaban las voluntariedades caritativas de tantas conciencias dolientes, he podido comprender que las cosas son de otra manera.
En el mundo actual, el ciudadano trabaja y paga sus impuestos. Ese es el afán por el que millones de personas despiertan cada mañana. Pero quienes han convertido la caridad en un muy lucrativo negocio no solo se esfuerzan en personar sus convicciones en las zonas abatidas del planeta. Antes bien, se han convertido en adalides de la igualdad y el bien común. En sus extensos e importantes informes explican que somos los ciudadanos los responsables pasivos de que el mundo esté sembrado de desigualdades e injusticias. Y la riqueza, esa abundancia por la que casi todos trabajamos para que otros la disfruten, el mayor de los males que han de erradicarse de una vez por todas. Exornar el discurso con la grandilocuencia de la fiscalidad progresiva y los vicios del libre mercado, es hacer política: no caridad, pero qué más da. La caridad es abstrusa y el capitalismo miedoso.
Pero no todo es perfecto. Ni siquiera estas colosales organizaciones de la moral y la piedad. Hemos constado que en ellas conviven individuos de moral pútrida capaces de la peor abyección en los mismos escenarios adonde acuden a darnos clases de moral a los demás. Es la gran contradicción del ser humano. Construir sistemas contrarios a su ética y vivir en ellos acomplejado, salvo que uno tenga la caridad bien entendida, como le pasaba a estos señores.