Cuando
aún veía la televisión, no eran infrecuentes los anuncios que invitaban a
apadrinar a un niño o a combatir la devastación producida por algún fenómeno
natural en alguna parte recóndita del ancho mundo. La idea parecía excelente,
un poco más audaz que las postales navideñas de Unicef o de los artistas
discapacitados. Supongo que estos anuncios todavía existen, y si no tales,
algunos otros. Al fin y al cabo, la miseria no se erradica nunca y los volcanes
y los sismos hacen acto de presencia sin interesarse por los destinos humanos.
No
es de extrañar que, siendo yo más joven, y mucho menos viajado por el mundo,
entendiese la caridad como algo inevitable en el destino del ser humano que
nace más afortunado que el resto y, por tanto, obligado a sofocar sus remordimientos
con pequeñas acciones que individualmente no supongan nada, pero colectivamente
mucho. Más tarde, cuando he tenido oportunidad de visitar algunos de esos
lugares paupérrimos, como las selvas peruanas, donde se destinaban las
voluntariedades caritativas de tantas conciencias dolientes, he podido
comprender que las cosas son de otra manera.
En
el mundo actual, el ciudadano trabaja y paga sus impuestos. Ese es el afán por
el que millones de personas despiertan cada mañana. Pero quienes han convertido
la caridad en un muy lucrativo negocio no solo se esfuerzan en personar sus
convicciones en las zonas abatidas del planeta. Antes bien, se han convertido
en adalides de la igualdad y el bien común. En sus extensos e importantes informes
explican que somos los ciudadanos los responsables pasivos de que el mundo esté
sembrado de desigualdades e injusticias. Y la riqueza, esa abundancia por la
que casi todos trabajamos para que otros la disfruten, el mayor de los males
que han de erradicarse de una vez por todas. Exornar el discurso con la
grandilocuencia de la fiscalidad progresiva y los vicios del libre mercado, es
hacer política: no caridad, pero qué más da. La caridad es abstrusa y el
capitalismo miedoso.
Pero
no todo es perfecto. Ni siquiera estas colosales organizaciones de la moral y
la piedad. Hemos constado que en ellas conviven individuos de moral pútrida capaces
de la peor abyección en los mismos escenarios adonde acuden a darnos clases de
moral a los demás. Es la gran contradicción del ser humano. Construir sistemas
contrarios a su ética y vivir en ellos acomplejado, salvo que uno tenga la
caridad bien entendida, como le pasaba a estos señores.