jueves, 15 de marzo de 2018

Los dos últimos años de una vida


Ignoro las sensaciones que ocupan la mente humana cuando, por el motivo o circunstancia que sea, se despeja la incertidumbre sobre el momento de la propia muerte, dando paso a un acotamiento más o menos preciso. Más, en el caso de los sentenciados a muerte. Menos, en el de los desahuciados por la medicina. Y digo que las ignoro porque me resulta absolutamente imposible dilucidar a qué eventualidad terrible e inquietante puede un ser vivo aferrarse para sentir el impulso de seguir viviendo como si el mañana se reprodujese para siempre, que es lo que pensamos todos los demás al acostarnos.
Al que ha sido considerado como mejor físico de los últimos tiempos, Stephen Hawking, recientemente fallecido, le pronosticaron dos años de vida y los aprovechó en un exceso a todas luces relativista, estirándolos hasta el medio siglo. A mí, que nunca me ha interesado demasiado la física teórica (por incapacidad intelectual y porque pienso que ofrece innumerables teorías que jamás podrán ser comprobadas o falsadas), las particularidades de su discapacidad, su verbo ágil y agudo, la proverbial exhibición de inteligencia y cultura que reflejaba en cada manifestación pública, y sobre todo la manera elemental de entender la vida con la naturalidad que la propia vida concede, me atrajeron mucho más que sus importantes contribuciones científicas. Al fin y al cabo, ¿qué somos cuando dejamos de existir, cuando ya no estamos? Un recuerdo perecedero, un afecto extinto, acaso una semblanza bibliográfica o un cúmulo de mitos y leyendas (tanto a favor como en contra). Salvo en su caso.
De Stephen Hawking se hablará en las redes y en los medios por un tiempo, se celebrarán aniversarios, le leerá el exiguo ingente de personas entusiasmadas por resolver los misterios del Universo, y cuando sus descendientes próximos vayan dejando la vida, su calor humano quedará definitivamente extinguido. Pero ninguno de nosotros, ni ustedes ni yo tampoco, le reconoceremos por habernos ayudado a solventar la difícil pregunta de cómo se puede vivir con el cronómetro descontando segundos a cada instante, aunque sí que nos mostró que con dos años de existencia futura se puede desplegar un colosal vademécum científico y humano más allá de lo alcanzable por nuestras mediocres existencias. Y no siendo ninguno de nosotros tan conspicuos, mucho me temo que recaerá en nuestro desánimo el lamento de no poder materializar en lo que nos reste de vida algo tan sublime y egregio.