Ignoro
las sensaciones que ocupan la mente humana cuando, por el motivo o
circunstancia que sea, se despeja la incertidumbre sobre el momento de la
propia muerte, dando paso a un acotamiento más o menos preciso. Más, en el caso
de los sentenciados a muerte. Menos, en el de los desahuciados por la medicina.
Y digo que las ignoro porque me resulta absolutamente imposible dilucidar a qué
eventualidad terrible e inquietante puede un ser vivo aferrarse para sentir el
impulso de seguir viviendo como si el mañana se reprodujese para siempre, que
es lo que pensamos todos los demás al acostarnos.
Al
que ha sido considerado como mejor físico de los últimos tiempos, Stephen
Hawking, recientemente fallecido, le pronosticaron dos años de vida y los
aprovechó en un exceso a todas luces relativista, estirándolos hasta el medio
siglo. A mí, que nunca me ha interesado demasiado la física teórica (por
incapacidad intelectual y porque pienso que ofrece innumerables teorías que jamás
podrán ser comprobadas o falsadas), las particularidades de su discapacidad, su
verbo ágil y agudo, la proverbial exhibición de inteligencia y cultura que
reflejaba en cada manifestación pública, y sobre todo la manera elemental de
entender la vida con la naturalidad que la propia vida concede, me atrajeron
mucho más que sus importantes contribuciones científicas. Al fin y al cabo,
¿qué somos cuando dejamos de existir, cuando ya no estamos? Un recuerdo
perecedero, un afecto extinto, acaso una semblanza bibliográfica o un cúmulo de
mitos y leyendas (tanto a favor como en contra). Salvo en su caso.
De
Stephen Hawking se hablará en las redes y en los medios por un tiempo, se
celebrarán aniversarios, le leerá el exiguo ingente de personas entusiasmadas
por resolver los misterios del Universo, y cuando sus descendientes próximos
vayan dejando la vida, su calor humano quedará definitivamente extinguido. Pero
ninguno de nosotros, ni ustedes ni yo tampoco, le reconoceremos por habernos
ayudado a solventar la difícil pregunta de cómo se puede vivir con el
cronómetro descontando segundos a cada instante, aunque sí que nos mostró que
con dos años de existencia futura se puede desplegar un colosal vademécum científico
y humano más allá de lo alcanzable por nuestras mediocres existencias. Y no
siendo ninguno de nosotros tan conspicuos, mucho me temo que recaerá en nuestro
desánimo el lamento de no poder materializar en lo que nos reste de vida algo
tan sublime y egregio.